Cualquiera que siga los mercados de capital no puede haber dejado de notar el creciente nerviosismo sobre la inflación, provocado por múltiples episodios de estímulo fiscal y monetario por parte de los gobiernos a nivel global y de los bancos centrales con el objetivo de compensar los peores impactos económicos causados por la pandemia del coronavirus.
En Estados Unidos, por ejemplo, la preocupación por el paquete de ayuda frente al COVID de 1,9 billones de dólares del presidente Joe Biden y la propuesta de ley de infraestructura de 2 billones de dólares contribuyeron a que la tasa de equilibrio a 10 años -un indicador de las expectativas de inflación ampliamente utilizado- superase el objetivo de inflación del 2% de la Reserva Federal en aproximadamente 30 puntos básicos.
Los cambios a corto plazo en la inflación tienden a ser producto de la escasez -por ejemplo, una escasez de semiconductores hace que el precio de las unidades de procesamiento gráfico suba-, pero en un horizonte más largo plazo hay un tira y afloja entre la presión al alza del aumento de la población y la deuda, y la presión a la baja ejercida por las ganancias de eficiencia que nos permiten producir más por menos.
Sin embargo, incluso a medida que la deuda total continúa expandiéndose -por unos 24 billones de dólares hasta alcanzar un récord de 281 billones de dólares el año pasado- según el Instituto de Finanzas Internacionales, la tasa de crecimiento de la población mundial se ha reducido casi a la mitad, a un poco más del 1% en los últimos 60 años, mientras que, en Estados Unidos, la población se reduciría sin la inmigración.
Al mismo tiempo, el ritmo del progreso tecnológico se ha acelerado exponencialmente, lo que tiene un efecto multiplicador sobre la productividad. Un solo sistema A100 de Nvidia con un coste de 100.000 dólares tiene el potencial de producir un gran avance que crea muchas veces su coste en valor adicional por día. Ahora, aplique esta cifra en todo el ecosistema de computación en la nube.
Entonces, si bien las tasas cercanas a cero y las compras de activos por parte de los bancos centrales nos colocan en un período de expansión significativa de la deuda -en el que la emisión de bonos con grado de inversión de Estados Unidos alcanzó un récord de 1.687 billones de dólares el año pasado, un aumento del 60% con respecto a 2019, según datos de S&P-, en realidad, estamos en una fase mucho más significativa de avance tecnológico, que cada vez es más acelerado.
Lo que hace que uno se pregunte por qué los mercados están tan convencidos de que vamos a ver un aumento en la inflación, especialmente si se considera que la mayor parte del estímulo no generó un nuevo crecimiento, sino que reemplazó la actividad económica que cesó durante lo peor de la pandemia.
¿No parece lógico que la presión inflacionaria creada por un mayor endeudamiento sea contrarrestada, o incluso cancelada, por el potencial deflacionario de la desaceleración del crecimiento de la población y la aceleración del progreso tecnológico, el último de los cuales probablemente aumentará aún más a medida que ingresemos en la era de la inteligencia artificial?
La mejor respuesta que puedo dar es a lo mejor sí, a lo mejor no, porque muchas otras variables impactan en este sistema extraordinariamente complejo que se adapta infinitamente a cada pequeño cambio y entrada. Tal sensibilidad significa que es mucho pedir predecir con precisión dónde aterrizará la inflación con cierto grado de certeza.
El único pronóstico remotamente preciso que podemos hacer es que, de vez en cuando, habrá períodos de shock inflacionario a corto plazo. Saber cuándo, qué tan alto y por cuánto tiempo son preguntas que están abiertas a un rango de posibilidades mucho más amplio.
Lo que recuerda el antiguo adagio “di lo que sucederá o cuándo sucederá, pero nunca ambas cosas”. Si pensamos más en la línea de cómo se puede desarrollar una serie de predicciones en un sistema adaptativo complejo como la economía global, podemos posicionarnos mejor para beneficiarnos del crecimiento y evitar lo peor de las recesiones inevitables.
Tenemos una tendencia como especie a ser optimistas, lo cual es algo muy bueno, pero también significa que subestimamos el riesgo y la probabilidad de que los eventos que se producen en las colas anchas de una distribución normal puedan arruinar nuestros planes. Estos llamados cisnes negros son mucho más comunes de lo que creemos.
Por lo tanto, al construir carteras con una base de posiciones más grandes en empresas resilientes que están bien ubicadas para adaptarse y navegar la disrupción, y equilibrarlo con una larga cola de participaciones más pequeñas en empresas que algún día pueden convertirse en esos disruptores resilientes se mitiga el riesgo general y se optimizan las oportunidades.
La transformación digital de la economía global se está acelerando, y una clave para beneficiarse de eso es evitar quedarse atrapado en el pensamiento y las prácticas de la era industrial del siglo XX, como preocuparse por el nivel absoluto de una métrica como la inflación y, en cambio, concentrarse en tomar puntos de vista a largo plazo sobre empresas con capacidad de adaptación y rasgos resilientes o disruptivos que pueden beneficiarse de tales fluctuaciones.
Tribuna de Brad Slingerlend, inversor en NZS Capital, firma de gestión de activos que cofundó junto con Brinton Johns en 2019. NZS Capital tiene una asociación estratégica con Jupiter Asset Management.
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