Fue en 1979 cuando Businessweek publicó su mítica portada: “La muerte de las acciones”. El razonamiento detrás de esta contundente sentencia era el alejamiento de millones de inversores de un mercado, el de la renta variable, que veía como las elevadas tasas de inflación de la década de los setenta le restaban el atractivo a la inversión en acciones.
Aunque tradicionalmente las acciones habían sido una buena cobertura para tasas de inflación razonables, la subida de los precios de aquellos años –en algunos casos llegando a los dos dígitos– había restado atractivo a la renta variable frente a los altos tipos de los bonos y, sobre todo, ante el buen comportamiento de los activos reales.
Evidentemente en un entorno como ese la rentabilidad que un inversor en renta variable exigía a las acciones era consecuente con la situación del activo libre de riesgo. Por ejemplo, la rentabilidad ofrecida por el bono a diez años estadounidense en ese año 1979 ascendía al 10.33%, mientras que el ratio precio/beneficios del S&P 500 era de 7.42 veces, o lo que es lo mismo una rentabilidad implícita del 13.47%.
Lo que pasó después ya es parte de la historia, la inflación gradualmente se normalizó y esas inversiones realizadas a PER 7 arrojaron al inversor en acciones un retorno del 403.75% en los siguientes diez años, un 17.54% anual. Al final, las acciones no estaban tan muertas como parecía.
Avanzando casi cuarenta años en el tiempo nos encontramos en un entorno que es diametralmente opuesto. En la actualidad, nos movemos en un escenario de inflaciones extremadamente bajas y, al igual que sucedía en 1979 (las opiniones vertidas en el artículo de Businessweek suenan tremendamente familiares), tendemos a extrapolar la situación actual al futuro de manera invariable.
Si es así, si pensamos que la inflación va a estar de manera sostenida por debajo del 2% y los tipos de interés se moverán en consecuencia, podemos convivir perfectamente con Bolsas que cotizan a 20 veces beneficios, al fin y al cabo eso supone una rentabilidad del 5%, bastante más de lo que nos ofrece casi cualquier bono desarrollado en un plazo de diez años.
El problema al que nos enfrentamos es otro: ¿Y si no es así? ¿Y sí la inflación vuelve a repuntar de manera gradual? ¿Y si, después de un ciclo expansivo de nueve años en Estados Unidos, la rentabilidad que nos ofrece una inversión se empieza a igualar con el coste de financiarla? En un entorno así, el riesgo que se asume no sé si se encuentra bien remunerado realizando una inversión a PER 20.
No resulta fácil decantarse por ninguno de los dos escenarios. El primero se encuentra reforzado por los notables cambios que afronta el mundo; la globalización, las nuevas fuentes de energía, los cambios tecnológicos. Todo ello tira de los precios de bienes y servicios a la baja, pero si algo nos ha demostrado la historia económica es la capacidad de adaptación a los cambios. A esto tenemos que añadir, que de mantenerse este escenario, lo que podemos esperar de la renta fija y de la renta variable son retornos bajos durante los próximos años, sino lustros.
El supuesto del segundo escenario quizás sería más traumático en el corto plazo, pero permitiría realizar, en un futuro no tan lejano, inversiones a tasas de rentabilidad más acordes con lo que un inversor debería esperar en el largo plazo.
En un entorno de valoraciones tan ajustadas se hace más necesario que nunca la gestión activa, la búsqueda de oportunidades y la realización de inversiones a múltiplos que nos puedan ofrecer retornos atractivos en el medio plazo. En este sentido, las mejores opciones las seguimos encontrando en Europa, donde su mejor valoración relativa frente a Estados Unidos y, especialmente, la menor madurez de su ciclo económico nos parecen factores diferenciales.
Tribuna de David Ardura, subdirector de Gestión de Gesconsult.