Después de que el pasado enero la libertad de expresión fuera devastada de nuevo en París, los ataques terroristas del 13 de noviembre tuvieron como objetivo otra forma de libertad. La libertad de tomar una cerveza en una terraza o asistir a un concierto tranquilamente y desde el respeto hacia los demás. Dicho de otra forma, la libertad de vivir. Ahora les toca a los políticos forjar una respuesta conjunta al terrorismo. Y, a todos y cada uno de nosotros, en la medida en que podamos, negar la victoria a los asesinos siendo más libres que nunca. Si bien una mera forma de ser constituye un acto de resistencia ínfimo frente a la barbarie, en ella se encarna a diario, muy veladamente, uno de nuestros valores más preciados.
En el plano profesional —el caso de muchos de nosotros, espero— la libertad reside en afirmar, frente a todo tipo de presiones, nuestra autonomía de pensamiento, que a menudo coincide con la de la mayoría. Sentirse libre para defender las propias convicciones, a veces con tesón, e incluso cambiar de opinión si lo consideramos justificado o reconocer los errores y atreverse a corregirlos. En ocasiones, esto requiere cierta obstinación, pero, ¿quién dijo que cultivar un espíritu libre fuera fácil?
En su ámbito, hoy los inversores deberían plantearse si son prisioneros de sus costumbres. A menudo, a muchos de ellos les suele costar renunciar a estrategias que les han funcionado bien durante mucho tiempo. Recordamos, por si hiciera falta, los estragos que provocan todos los cambios de tendencia, como el fin del liderazgo de los valores tecnológicos a principios de la presente década, el de los valores financieros en 2008 o el de las materias primas hace cuatro años. En este momento, estamos convencidos de que hay motivos para poner en entredicho la tendencia de mercado de los últimos siete años.
En Estados Unidos, el mercado no ha comprendido la envergadura del riesgo de ralentización económica que se vislumbra. Los resultados de las empresas empezaron a empeorar durante el tercer trimestre, ya que, si bien el ciclo de los tipos de interés está a punto de comenzar, el ciclo económico cuenta ya su séptimo año de recorrido. Los márgenes de las empresas se habían ampliado considerablemente hasta hace poco y alcanzaron niveles históricos, impulsados especialmente por la reducción de los costes salariales y la caída de los tipos de interés. Ahora, la reducción de la tasa de desempleo empieza a fomentar una subida de los costes salariales, mientras que la evolución de los tipos de interés se convertirá en un factor negativo. Así, los márgenes de las empresas inevitablemente caerán, sobre todo si el dólar se aprecia. De ello se desprende que el motor de crecimiento que supone la inversión de las empresas se debilitará.
¿Podrá el consumo tomar el relevo? La reducción de los costes salariales no impidió, hasta hace poco, un nivel de consumo muy resistente, aupado por una tendencia bajista de la tasa de ahorro y de los gastos financieros. Desde hace ya tres años, la tasa de ahorro se mantiene (el famoso «efecto riqueza» ya no funciona) y la confianza de los hogares (medida todos los meses por el Consumer Confidence Index del Conference Board) ha empezado a decaer desde principios de año. Así, incluso con un ligero incremento de los ingresos medios, es muy poco probable que se produzca una aceleración del consumo en Estados Unidos.
Por último, el motor de las exportaciones es, en sí mismo, muy vulnerable en este momento. Dado que la ralentización de la actividad industrial china sigue su curso, las empresas se ven obligadas a liquidar el excedente de capacidad en forma de exportaciones baratas, lo que refuerza la presión sobre los volúmenes de negocio de los exportadores estadounidenses.
Esta perspectiva mundial no se refleja actualmente en el índice S&P 500 (que se mantiene en el 2%, uno de sus niveles más altos). Una de las principales razones es que la ingeniería financiera, y especialmente los importantes programas de recompra de acciones, han seguido inflando los beneficios por acción. La primera subida de tipos de interés —que tendrá como telón de fondo un endeudamiento neto de las empresas estadounidenses que ha aumentado un 80 % en tres años, de los 1,5 billones de dólares de 2012 a los casi 2,8 billones actuales—, pesará inevitablemente sobre el estímulo que suponen los beneficios por acción.
El repunte cíclico que está experimentando Europa desde principios de año ha impulsado la esencia de su potencial. Según las últimas estadísticas disponibles, el cuarto trimestre debería confirmar la continuidad de esta mejora. No obstante, existen cada vez más motivos para prever una desaceleración de la zona del euro en los próximos trimestres. Efectivamente, la drástica depreciación del euro, el desplome de los precios energéticos, la leve reducción de las políticas de austeridad presupuestaria y la mejora de la confianza empiezan a ver truncados sus efectos, mientras que el contexto mundial se torna menos favorable.
Al mismo tiempo, el aumento de la concesión de préstamos bancarios, que empezó a mejorar a partir de febrero de 2014, apenas logra hoy superar el ritmo anual del 1% e incluso ha vuelto a caer al 0,4 % en octubre. El billón de euros en concepto de préstamos con intereses de demora que aún siguen presentes en los balances de los bancos europeos obviamente está ahí por algo. Francia e Italia son los dos últimos países que han mostrado esperanzadores indicios de reformismo pero, por ahora, sin ningún efecto notable sobre el ritmo de inversión, que sigue en niveles muy débiles. Ahora le toca a Mario Draghi utilizar de nuevo el arma de la depreciación del euro para tratar de impulsar las exportaciones y estimular un poco la inflación. Ante el ciclo económico mundial y las presiones deflacionistas que intensifican la ralentización del universo emergente, no deberíamos hacernos demasiadas ilusiones sobre el efecto de estas medidas.
Este análisis puede parecer alarmista o prematuro. Sin embargo, cabe destacar que siete años después de la gran crisis de 2008, la forma en la que los bancos centrales han tratado la situación no ha logrado más que un crecimiento económico muy mediocre, mientras que los riesgos vinculados al sistema financiero han aumentado. La reacción de los inversores ante esta divergencia podría mantenerse, durante un tiempo, anestesiada por la fe en los mágicos remedios de los bancos centrales. Pero, hoy en día, creemos que la ralentización del universo emergente, así como el intento de normalización de la política monetaria estadounidense, aumentan considerablemente el nivel de fragilidad de los mercados.
Consideramos que ha llegado el momento de que todas las estrategias de gestión activa orientadas a la preservación del capital defiendan su libertad con respecto a los índices. Esto pasa por reducir su «beta», es decir, su exposición al riesgo de mercado y, por el contrario, recurrir ampliamente a la generación de alfa como motor de rentabilidad y, en última instancia, como herramienta adicional de gestión de riesgos.
Didier Saint-Georges es miembro del comité de inversiones y managing director de Carmignac.