Las prestaciones públicas del sistema de Seguridad Social por acceso a la edad de jubilación son noticia prácticamente a diario, por su relevancia para un sector beneficiario que sobrepasa los 9 millones de personas y por la partida de gasto que supone en los Presupuestos Generales del Estado. Y a este respecto, las posiciones en el marco social no pueden ser más divergentes. Por un lado, aquellos que quieren continuar e incluso aumentar la generosidad del sistema actual y, por otro, quienes abogan por una reforma estructural que permita la sostenibilidad a largo plazo del sistema.
Los primeros, liderados por los sindicatos, ciertos partidos políticos y el colectivo de pensionistas, buscan principalmente soluciones por el lado de los ingresos a la Seguridad Social (aumento de impuestos finalistas). Los segundos, constituidos por partidos políticos de centro derecha, organismos económicos y con el Banco de España a la cabeza, hacen mayor hincapié en el lado de los gastos (reducción de prestaciones).
No obstante, cualquier decisión en este ámbito hace imprescindible equilibrar la balanza en los dos aspectos mencionados: en el de los ingresos, porque el colectivo de pensionistas realiza el 40% del consumo en España, han ayudado al mantenimiento del país y de las familias en los momentos más duros de la crisis y no tienen ahora la misma capacidad de reacción ante la disminución inesperada de su poder adquisitivo. Y en el de los gastos, porque de acuerdo a las proyecciones del INE y del Banco de España: la Seguridad Social presenta un déficit anual entorno al 1,5% del PIB, vincular las pensiones al IPC aumentaría el gasto aproximadamente en 2 puntos del PIB en el año 2030 y 3 en el año 2050, las cuantías de prestación que se están empezando a devengar estos años son sustancialmente mayores que la pensión media y superiores al salario medio y la evolución demográfica en España, teniendo en cuenta el aumento de la esperanza de vida y el pronto acceso de los “baby boomers” a la jubilación, supondrá un aumento insólito en el número de beneficiarios del sistema y ejercerá una presión enorme sobre el mismo.
Por todo lo anterior, consideramos prácticamente imposible este equilibrio sin una reforma del sistema que, no hemos de olvidar, tendrá su mayor repercusión en las nuevas generaciones, por lo que es imprescindibles incluirlas en el debate.
Este debate debe afrontarse sin complejos y sin líneas rojas. Todo lo que implique la inclusión de premisas iniciales en el debate, empobrecerá el mismo. Asimismo, es fundamental que los partidos políticos, responsables de aprobar las leyes que modifiquen el sistema, alcancen el mayor consenso posible y tengan la visión a largo plazo que requiere el análisis.
Finalmente, y de forma paralela, debemos como sociedad fomentar la educación financiera a todos los niveles y desde una edad temprana. Es importante concienciar a los españoles en la cultura del ahorro y esto debe de hacerse desde todos los ámbitos: la escuela, las administraciones públicas y las empresas. Éstas últimas tienen los medios para facilitar el ahorro de los empleados y prepararles para el paso vital a la jubilación. En el corto plazo, la inclusión de políticas de educación financiera dentro de las empresas y la implantación de sistemas de ahorro para los empleados (obligatorios, voluntarios o una combinación de ambos) no sólo será irremediable, sino que será un aspecto clave en la responsabilidad social de las empresas.