Tras diez años de políticas de expansión monetaria iniciadas por Estados Unidos, las políticas de expansión cuantitativa marcaron un nuevo hito el pasado 12 de septiembre, cuando el BCE eliminó el aspecto temporal del famoso “lo que sea necesario” a “lo que sea necesario, durante el tiempo necesario”.
Hasta ahora, los bancos centrales de los países desarrollados aplicaban estas políticas para hacer frente a una situación excepcional. Sin embargo, desde Tikehau Capital nos preguntamos, ¿y si esas medidas de expansión cuantitativa en realidad solo fuesen el resultado del deterioro de la calidad intrínseca del dinero?
Desde su origen, el dinero fue un medio de intercambio que facilitó el comercio. Para ser aceptado debía cumplir tres características: ser divisible, fácilmente transportable y difícil de modificar. El oro y la plata cumplían estos parámetros, por lo que se convirtieron rápidamente en monedas fiables.
Así ocurrió hasta el siglo VI a.C., cuando Creso, rey de Lidia, decidió que solo podría utilizarse la moneda acuñada con el sello real. Posteriormente, el propio rey aumentó la proporción de plata en la composición de estas monedas inventando así la inflación y la posterior creación de los bancos centrales en el siglo XVII. Mediante estos organismos, los estados se apropiaron del control del sistema monetario, al mismo tiempo que obtenían el privilegio de aplicar impuestos.
Con la creación de la Reserva Federal estadounidense en 1913, las políticas monetarias se transformaron a gran escala. Se prohibió a los ciudadanos estadounidenses comprar oro, la ley obligó a aquellos que poseían este material a entregarlo a la Reserva Federal y se autorizaron las operaciones del mercado abierto.
A partir de este momento, además de la deuda a corto plazo con descuento, la Fed incluyó en su balance la deuda pública a largo plazo, abriendo la puerta a un endeudamiento masivo del Estado y al deterioro de la calidad de sus activos. Este sistema permitió que Estados Unidos aumentara su déficit comercial sin tener que financiarlo. Nixon suspendió la convertibilidad del dólar en oro en 1971, una medida excepcional que supuso la entrada de la economía mundial en un sistema de ‘cambio flotante’ en el que todavía nos encontramos.
¿Cuál es la situación actual?
En agosto de este mismo año, el antiguo vicegobernador del Banco de Inglaterra, Sir Paul Tucker, señaló que los bancos centrales tienen un poder similar al fiscal y legislativo gracias a la regulación, lo que los convierte, según Tucker, en un pilar no elegido del poder político. Hoy, los responsables de los bancos centrales Ben Bernanke y Mario Draghi se identifican como los arquitectos del esfuerzo de la recuperación económica posterior a la crisis de 2008. Al dejar a los bancos centrales la responsabilidad de asumir por sí solos la salida de la crisis, los poderes políticos electos han perdido su credibilidad y, por lo tanto, las políticas de expansión cuantitativa han contribuido a su deterioro.
Estamos siendo testigos de la politización de la postura de los bancos centrales, que actualmente son un baluarte contra la inversión del ciclo económico y los mercados financieros. Puede que el nombramiento de una personalidad política para dirigir el BCE sea la prueba más evidente.
Además de la pérdida de credibilidad, otra de las consecuencias de las políticas monetarias de tipos bajos es el aumento de la desigualdad entre la población que tiene capacidad de endeudamiento y la que no tiene acceso a los mercados; lo que socava los regímenes democráticos al favorecer al voto extremo. Si las democracias europeas llevaran al poder a partidos nacionalistas y proteccionistas, es poco probable que Europa fuese capaz de proponer una política presupuestaria adaptada y coordinada.
En el caso de Estados Unidos, esta desigualdad supone una amenaza para el sistema democrático basado en el sueño americano e influye en la evolución presupuestaria del país, con repercusiones mundiales.
Previsiones optimistas
Tras esta reflexión, consideramos que las políticas de expansión también pueden tener excelentes repercusiones a nivel global. Por un lado, los bajos rendimientos obligarán a los mayores responsables de asignación de activos mundiales a reorientar sus inversiones hacia el capital. Por ejemplo, una aseguradora que compre unos bonos con tipos negativos y manteniéndolos hasta vencimiento asumiría una perdida con una probabilidad del 100%.
En este contexto y dadas las normativas de Solvencia II, se podría considerar que implica el mismo riesgo invertir en deuda pública con tipos negativos que en renta variable. Este hecho debería animar a los fondos de pensiones y a las aseguradoras a revisar sus políticas de asignación de activos en favor de la inversión en renta variable. Asimismo, cabe tener en cuenta que los tipos bajos inflan el valor pasivo de los fondos de pensiones provocando un desequilibrio entre activos y pasivos.
Esta dinámica, junto a la necesidad de dar sentido a la inversión adoptando criterios ASG, así como de centrarse en la financiación de la economía real, debería favorecer la orientación del ahorro hacia el capital de las empresas que promueven la transición energética.
A pesar de las inquietudes por las consecuencias políticas de los tipos bajos o incluso negativos, la destrucción de las expectativas de rendimientos de la renta fija y la búsqueda de soluciones por parte de los gobiernos para restablecer su autoridad; una financiación masiva de la transición energética para cambiar la trayectoria climática de nuestro planeta y preservar nuestro modo de vida sería una buena opción.
Tribuna de Thomas Friedberger, director general y co-CIO de Tikehau Investment Management