En febrero de este año el nivel total de deuda en el mundo casi multiplicaba por tres el PIB global. La deuda corporativa equivalía por sí sola al PIB y los bajos tipos de interés permitían un acceso sin límite al apalancamiento que el inversor pudiera necesitar para mantener los retornos esperados. El capital, convertido en un commodity, ya no era un recurso escaso. De esta manera, los niveles extremos de las valoraciones, incluso en empresas poco rentables, trataban de justificarse en un cambio de paradigma tecnológico.
Aunque en febrero ya conocíamos que un virus había obligado a China a implementar un confinamiento estricto, no era la primera vez que esto ocurría en el país y las medidas adoptadas en situaciones anteriores habían sido suficientes para superar los efectos económicos adversos. A finales de 2019, la estabilización de los principales indicadores apuntaba a un consenso de fuerte recuperación del crecimiento económico y, por lo tanto, de los beneficios empresariales en 2020. En 2019, los bancos centrales habían vuelto a demostrar su apuesta por la flexibilización. Su poder para cortar de raíz cualquier atisbo de recesión parecía asegurar una prolongación del ciclo de crecimiento económico más largo de la historia.
En diciembre de 2018, ya hablábamos del carácter procíclico asociado a la tendencia de los inversores a invertir en activos que remuneran mal el riesgo asumido. En aquel momento veíamos ya la falta de disciplina a la hora de recurrir al apalancamiento y otros instrumentos para tratar optimizar los rendimientos con tipos bajos. Parecía que el fin de ciclo estaba cerca, pero estas observaciones no impidieron que 2019 fuera un año de rentabilidad récord de las clases de activos de riesgo, tanto cotizadas como no cotizadas.
La propagación del COVID-19 más allá de las fronteras chinas fue el detonante, pero las condiciones llevaban años acumulándose: niveles de deuda sin precedentes y valoraciones extremas en una economía globalizada, gracias a la cual muchas compañías pudieron optimizar sus costes de producción, su fiscalidad o el nivel de fondos propios para lograr el máximo crecimiento y retorno de capital a corto plazo. El crecimiento era necesario para la sostenibilidad de los niveles de deuda y de valoraciones.
La crisis económica que se avecina probablemente no se parecerá en nada a las anteriores, y está dando lugar a una gran cantidad de teorías y afirmaciones. A principios de 2020, muchos expertos publicaban previsiones optimistas para este año. Dos semanas después de la corrección, esos mismos publicaban informes cada vez más pesimistas. Los expertos también tienen sus propios sesgos. Por eso, consideramos que el modelo de un gestor de activos bien capitalizado que invierte en los fondos que él mismo gestiona junto a sus clientes es el ideal. Seguramente los riesgos de pérdidas aumenten para el gestor de activos si comete errores, pero la motivación de aprender de dichos errores cuando su dinero está en juego probablemente será mayor que cuando su función se limita a gestionar el capital de otros a cambio de comisiones.
Abrir oficinas en cada región en la que se desea invertir en activos no cotizados para formar parte del ecosistema local y mantener un diálogo con los agentes locales puede parecer que incrementa la estructura de costes de una organización. Sin embargo, no solo ayuda a identificar oportunidades locales o mantener un diálogo activo con los agentes regionales; también permite ver el riesgo antes de que sea noticia. Las medidas de confinamiento en nuestras oficinas de Asia desde el mes de febrero nos permitieron anticiparnos en los procedimientos de prevención.
Las crisis financieras siempre van acompañadas de niveles elevados de volatilidad, provocando un alto grado de incertidumbre. Durante estos periodos, las situaciones de inversión suelen ser simétricas (es decir, el riesgo de pérdida es tan alto como la probabilidad de ganancia) ya que todo es posible e incluso se pueden dar acontecimientos poco probables en un periodo de tranquilidad. Cuando prevalece la incertidumbre, hay que saber admitir que no se sabe cuál será el resultado de la confrontación entre el miedo y el apetito por el riesgo. Cuando el pánico provoca asimetría (el potencial de obtener beneficios es inferior al riesgo de pérdidas), saber razonar y proyectarse al futuro en lugar de dejarse vencer por el miedo permite aprovechar estas oportunidades. Son situaciones que justifican ir a contracorriente, e identificarlas requiere que el inversor trabaje sobre sus propias debilidades mentales.
Esta crisis inaugura un nuevo ciclo de bajo crecimiento y niveles de deuda elevados, puesto que los gobiernos y los bancos centrales de los países desarrollados no tienen otra opción que proporcionar financiación a las empresas y los bancos, y estos van a tener que dedicar parte de su crecimiento futuro a devolver dicha deuda. El bajo nivel de los tipos de interés podría mantener los múltiplos de valoración en niveles altos; como consecuencia, solo las empresas posicionadas en segmentos de fuerte crecimiento podrán compensar estos múltiplos. De esta manera, la generación de valor en el ámbito financiero podría pasar de la asignación de activos en un contexto de continua caída de los tipos de interés desde hace 30 años a la selección de valor, en la medida en que el ciclo de tipos bajos está llegando a su fin y la dispersión de rentabilidad entre las mejores empresas y las demás obligará al inversor a ser muy selectivo.
Además, hemos aprendido que priorizar el crecimiento inmediato ante el posible riesgo siempre termina saliendo caro. La economía global ha ignorado su vulnerabilidad con el fin de generar la mayor rentabilidad posible. Los gobiernos ya han actuado y la economía mundial va a ganar la batalla al COVID-19, pero debe librarse otra batalla: la economía mundial contra el cambio climático.
Tribuna de Thomas Friedberger, co-director de inversiones y director general de Tikehau Investment Management