«Nos hemos enfrentado a adversidades en el pasado y, siempre, hemos salido más fuertes». Éstas bien podrían ser las palabras que Alexis Tsipras pronunciara en uno de sus discursos más fervorosos para movilizar al pueblo griego. Estas palabras, que pasarán a los anales de la historia, fueron articuladas por Richard Fuld el 10 de septiembre de 2008, cinco días antes de que Lehman Brothers, banco que presidía por aquel entonces, se declarara en bancarrota.
El paralelismo entre el colapso de Lehman y la situación actual del país heleno resulta tan evidente que predica lo peor para nuestro entorno económico y financiero. Hablemos directamente: el trasfondo no tiene nada que ver y, a diferencia de Lehman, que convulsionó la economía mundial de manera duradera, a la comunidad financiera le inquieta el impago de Grecia tanto como el que anunció recientemente Puerto Rico. Las interacciones en la economía mundial son limitadas, y los mercados financieros mantienen la calma ante una situación que consideran bien enmarcada por los bancos centrales.
Lo que nos resulta más sorprendente, en estos momentos de revuelo, es la constatación de hasta qué punto se han dejado de practicar virtudes como el sentido común y la visión del interés colectivo. En un mundo bien informado, educado y con experiencia en descalabros pasados, la razón debería primar y fundamentar unas decisiones que resulten aceptables para la gran mayoría.
Nada más lejos de la realidad: muchas decisiones están puramente influenciadas por la doctrina, la postura o la debilidad de aquellos que han sido designados para tomarlas.
El sistema de pensiones francés ilustra a la perfección esta tendencia a ignorar el bien colectivo. Los sistemas que vieron la luz en Europa después de la Segunda Guerra Mundial tenían como fundamento la solidaridad intergeneracional y una redistribución garantizada por los poderes públicos. Se trata de un sistema formidable en su concepción, si bien la evolución de nuestras sociedades le ha infligido un fuerte golpe: el descenso de la natalidad, la mayor esperanza de vida y la aparición del desempleo masivo han puesto rápidamente contra las cuerdas a la economía de nuestras pensiones.
Estos obstáculos han obligado a muchos Estados a acometer reformas en sus sistemas de pensiones: desde la década de 1970 en el caso de los países más previsores (Reino Unido y Chile), y a lo largo de la década de 1990 en el caso de Suecia, Alemania o Nueva Zelanda. Incluso Italia ha previsto una reforma de gran calado de su sistema de pensiones (que se remonta a los años 90), que se escalonará en diferentes etapas durante, nada más ni nada menos, 40 años.
En Francia, donde la edad de jubilación se redujo a los 60 años en 1982, no se ha emprendido ninguna reforma de envergadura. No obstante, el importe total de los gastos del sistema público de pensiones representa, en la actualidad, 294.000 millones de euros, es decir, una cifra que equivale al importe total de la recaudación tributaria bruta del Estado en 2014. Tanto los informes consecutivos, como las diferentes comisiones constituidas al respecto solo constatan, advierten y colman las lagunas de un sistema que genera, desde 2005, déficits permanentes —más de 9.000 millones de euros en 2014.
Desde hace 20 años, la reflexión en Francia se centra únicamente en el aumento del número de años y del importe de las cotizaciones a fin de pasar el testigo a los siguientes «responsables de la toma de decisiones» sin preocuparse lo más mínimo por la reforma fundamental del sistema.
La ironía de la historia es que, hoy en día, toda Europa reclama a Grecia la reforma de su sistema de pensiones, que consume el 14% de su PIB, un nivel considerado excesivo, si bien es idéntico al de Francia.
Si tuviéramos que convencer a los responsables de la toma de decisiones de la urgencia del asunto, valdría con mencionar dos cifras para reinstaurar el sentido común en la mesa de negociaciones: el 92% de la población francesa se muestra preocupada por el futuro de su sistema de pensiones y dos tercios de los jubilados manifiestan no vivir correctamente.
¿Y si, finalmente, Alexis Tsipras no estuviera completamente equivocado pidiendo la opinión de los principales afectados antes de adoptar decisiones cruciales para su futuro?
Didier Le Menestrel, presidente de La Financière de l’Echiquier