El auge del emprendimiento social y de la inversión de impacto ha traído consigo la urgencia de definir sus parámetros. Sin embargo, los intentos de marco común estandarizado, aunque busquen facilitar la incorporación de criterios de impacto en las métricas, no están alcanzando el equilibrio adecuado para garantizar que la inversión de impacto cumpla su potencial como fuerza de cambio positivo sin comprometer la innovación que la hace tan prometedora.
En un mundo ideal, un marco regulatorio estandarizado capaz de establecer un lenguaje y límites comunes que permitan comparar y crear carteras que reflejasen no solo las preferencias de riesgo de los inversores sino también sus intenciones para contribuir a mejorar la sociedad y el planeta podría consolidar el ecosistema de la inversión de impacto, acelerando su comprensión y atrayendo capital privado para impulsar su capacidad de actuar como catalizador.
Pero en la práctica, los esfuerzos de conceptualización que persiguen la transparencia y el consenso en materia de sostenibilidad medioambiental y sociales son subjetivos y difíciles de acotar. Por ello, los criterios de medición estandarizados, que no tienen en cuenta la variada casuística en todos los supuestos, suponen un freno en la gestión del impacto positivo que se busca conseguir. La regulación que se centra en qué podemos o no podemos hacer en lugar de para qué lo hacemos, se ha convertido en una «caza de brujas» y ha perdido su fuerza impulsadora del efecto positivo que caracteriza a la inversión de impacto. En la teoría, está muy bien, pero hay que temporizar con sentido común en la práctica para permitir que los mercados maduren. Si bien la reflexión profunda de los reguladores es necesaria, la normativa debe ser más simple, menos ambiciosa y con más calado para contribuir al progreso del impacto.
Una supervisión excesiva podría ahogar la innovación y el espíritu que hace única a la inversión de impacto. El potencial de la inversión de impacto reside en su flexibilidad que permite a los inversores adaptar sus estrategias a una amplia gama de retos sociales y medioambientales para multiplicar el impacto generado. Una regulación desmesurada podría estandarizar los enfoques y limitar la creatividad necesaria para abordar problemas complejos.
No obstante, la falta de supervisión puede desviar la misión del impacto y dejar libre albedrio a prácticas malintencionadas de ‘greenwashing’, difuminando el efecto genuino de las inversiones de impacto. Unas directrices claras y sensatas pueden proporcionar un marco eficiente y transparente, garantizando que la inversión de impacto se mantenga fiel a su propósito.
Debido a la gran diversidad de ámbitos para impactar, un enfoque único para todo no puede funcionar. Es importante preservar la adaptabilidad que permite a empresas e inversores con propósito social abordar diferentes cuestiones complejas. Sin embargo, un marco cuidadosamente elaborado puede ser a la vez flexible y exhaustivo, proporcionando directrices sin ahogar la innovación.
En conclusión, el debate sobre la regulación de la inversión de impacto debe abordarse con ciertos matices. Alcanzar un equilibrio adecuado requiere una rigurosa consideración de las características únicas de este campo, con la flexibilidad necesaria y protegiendo al mismo tiempo de posibles escollos. Independientemente de que la regulación actúe como freno o como impulso, el objetivo último debe ser fomentar un entorno en el que la inversión de impacto pueda prosperar y multiplicar su contribución de manera significativa en la sociedad y el planeta.
Triuna de Ana Guzmán Quintana, directora de inversión y de impacto de Portocolom AV.