En muchas ocasiones, la primera aproximación a la gestión de inversiones se basa casi exclusivamente en la obtención de grandes rentabilidades, olvidando que, en gran medida, estas dependen de algo mucho más importante: el riesgo asumido para conseguirlas.
La ambición por la rentabilidad per se soslaya, en muchos casos, el análisis de riesgos a los que se expone el patrimonio y pueden erosionarlo. A modo de ejemplo, se podría comparar la rentabilidad con la velocidad de un coche. Si el vehículo se compra sólo atendiendo a esa característica y no se tienen en cuenta otros aspectos como la estabilidad, la amortiguación, los frenos o el airbag, se podrían asumir más riesgos de la cuenta al afrontar una carretera con curvas. No se trata de ir rápido, sino de llegar al destino y volver a casa de manera segura.
La importancia de la planificación
Al igual que cuando nos disponemos a realizar una travesía, hay que definir dónde queremos ir y cuál es el puerto de destino. En el ámbito patrimonial esto se corresponde con definir los objetivos que se pretenden satisfacer con el patrimonio. Cada inversor tiene los suyos propios y pueden ser muy diversos: la jubilación, pagar los estudios de los hijos, imprevistos, etc. Sorprendentemente, los inversores suelen omitir este primer paso, que realmente es el que determina todo lo demás y, en lugar de definir objetivos y estructurar un proceso de toma de decisiones coherente, se interponen en el proceso ambiciones no realistas. Entonces, los riesgos (elevados costes, iliquidez, concentración, contrapartida, etc.) afloran por sorpresa porque ni siquiera los habían imaginado.
Se buscan “oportunidades de inversión atractivas” a golpe de ideas mágicas e intuición, y los resultados obtenidos distan de los deseados. El problema no es el mercado que, como marca su naturaleza, sube y baja. El problema es el inversor, que no realiza sus deberes de planificación para poder moverse exitosamente dentro de él.
Por ello, aunque la planificación no garantiza el éxito, no realizarla, en la mayoría de los casos, asegura el fracaso a largo plazo. En última instancia, evitará tomar decisiones y asumir riesgos basados en las emociones del momento. Pues, como decía Benjamin Graham, “el principal problema del inversor, e incluso su peor enemigo, es probablemente él mismo”. Si no sabemos dónde vamos, es seguro que afrontaremos más sorpresas por el camino.
Es importante conocer los riesgos y pensar cuáles se está dispuesto a asumir, en qué proporción y qué remuneración se debe exigir por hacerlo. Así pues, el objetivo del inversor no debe ser la rentabilidad, sino una correcta gestión de riesgos, cuya piedra angular será una planificación personal de acuerdo con los propios propósitos y necesidades.