Con una optimista perspectiva de crecimiento económico para este año (un 12,5%, según la Cepal; un 13%, según el Banco Central), Paraguay se prepara para estrenar un nuevo gobierno la semana que viene.
Retorna el viejo Partido Colorado (oficialmente, «Alianza Nacional Republicana»), que gobernó 60 años antes de caer, por vez primera, en 2008, frente a una coalición formada por su histórico rival, el Partido Liberal, y un candidato extrapartidario, el obispo Fernando Lugo, quien no terminó su mandato al ser depuesto por un juicio político en que el Parlamento se pronunció en su contra por abrumadora mayoría.
Los gobiernos del Mercosur (y luego la Unasur) reaccionaron apresuradamente ante el episodio y suspendieron a Paraguay de esos organismos. Calificaron de «golpe de Estado» lo que había sido un procedimiento constitucional, llevado a cabo por los poderes legítimos del Estado (Legislativo y Judicial). Predominaron la camaradería con el presidente «amigo», la simpatía por su presunto progresismo y la voluntad de hacer ingresar en el Mercosur a Venezuela por la ventana, eludiendo la negativa paraguaya. El atropello fue tan grosero que el propio presidente uruguayo, José Mujica, votante de todo, lo confesó paladinamente: «Lo político primó sobre lo jurídico».
La elección aportó un juicio inequívoco: los dos partidos que votaron la destitución de Lugo obtuvieron más del 90% de los votos, y los opuestos, todos sumados, no llegaron al 10%. El propio ex presidente resultó electo senador con un 9% de votos, adquiriendo así un estatus que en lo personal le es valioso, pero que en lo político desnuda la disminución de su respeto, luego de la nube de hijos naturales que le aparecieron como impensado fruto de sus tiempos de sacerdocio.
Desgraciadamente, el Mercosur sigue en su errática línea de conducción y, al tiempo que levanta la suspensión de Paraguay, confirma la presidencia pro témpore de Venezuela, hiriendo así -innecesariamente- a quien fue mal sancionado y no puede aceptar, lógicamente, la presidencia de un país cuya integración ni siquiera aprobó (y cuya membresía es de muy dudosa validez).
El retorno del coloradismo es juzgado por algunos como una deriva hacia el pasado autoritario de esa colectividad, que acompañó los 35 años de la tiranía de Stroessner. La historia reciente nos dice lo contrario. Ante todo, porque el fin de la dictadura lo provocó el mismo Partido Colorado, desde un ejército comandado por el general Andrés Rodríguez, quien destronó al anciano dictador, fue revalidado por el voto popular y condujo, luego, una abierta reinstitucionalización democrática.
El Partido Colorado que retorna al poder, entonces, es otro. Ha pasado por el llano y se ha recompuesto en él, preservando una organización que ha sido revalidada ahora sin el apoyo clientelístico de la administración. A su frente queda ahora un presidente que no tiene larga experiencia política ni tradición partidaria, pero que tampoco arrastra los pesados lastres del pasado. Sus primeros pasos han sido auspiciosos, pues ha consolidado una fuerte mayoría parlamentaria.
Horacio Cartes recibe un país que en los últimos años ha mostrado notables indicadores de crecimiento y vive un vigoroso tiempo de cambio. El año pasado fue negativo por los efectos de la sequía y de un brote de aftosa que afectó su exportación de carne, pero la emergencia ha pasado y se espera terminar el año igualando, o superando, el récord de 2010, en que un 13% de expansión del PBI le proyectó como excepcional a nivel mundial. La revolución sojera y el desarrollo ganadero lideran esta expansión, sustentada además en una fuerte reserva financiera y un clima de inversión creciente, que mira hacia la construcción, el turismo y la agroindustria. Digamos, simplemente, que hoy Paraguay ha superado a la Argentina en exportación de carne. Por estas razones, tanto en Brasil como en la Argentina y Uruguay crece el interés por invertir allí, retroalimentando esa expansión en curso.
Todo indica que los precios internacionales que han liderado el crecimiento sudamericano tendrán un aflojamiento, pero todavía con un nivel más que suficiente para sustentar un proceso de modernización como el que Paraguay requiere. Hay un ambiente internacional francamente optimista. Se trata ahora de que el nuevo gobierno preserve el clima de estabilidad, maneje su mayoría parlamentaria con sabiduría, trate de disminuir esas crispaciones tan propias de una política que aún arrastra años de enfrentamientos y no recaiga en el clientelismo y el caudillismo personalista. La situación pondrá a prueba el pragmatismo presidencial de exitoso empresario privado, que tendrá que manejarse en los vericuetos de una política compleja, con sus tiempos y exigencias. Su desafío intransferible es impedir que la política dañe la economía.
Paraguay arrastra una endémica pobreza. Con un 49%, supera largamente el promedio de América latina (28,87% de la población, según la Cepal). La habitual tentación es explotarla con un Estado prebendario, que suele dar alguna respuesta electoral rápida, pero compromete el futuro. El Estado no debe comprar conciencias ni atar al ciudadano a la dádiva. El reclamo público siempre exigirá resultados milagrosos. Se trata de racionalizarlo con avances realistas, acompasados al crecimiento económico.
La oportunidad es inédita. El viejo aislamiento paraguayo ha quedado en los libros. El nuevo presidente se enfrenta a una cita con la historia. Todo está dado, entonces, para un gran salto.
Columna de opinión de Rafael Fernández, director del Grupo Empersarial Arcallana, Fundador de URBA Inmobiliaria y Director de FLEX – Soluciones Financieras – Paraguay