Hace años que la inteligencia artificial derrocó al mejor jugador de ajedrez. Así lo va haciendo en todos los juegos que impliquen reglas claras y específicas. La tecnología toma mejores decisiones que las personas cuando se enfrenta a desafíos claros y limitados, y es capaz de acceder a un sinfín de datos. Ninguna memoria humana puede superar a Wikipedia o a Google.
Sin embargo, “la ventaja que tenemos las personas es precisamente la opuesta a la especialización, la habilidad para integrar conocimientos”, defiende David Epstein en su libro Range: How Generalists Triumph in a Specialized World (Macmillan, 2019).
Vivimos en el mundo de la hiperespecialización. Parece que la educación nos empuja a especializarnos cada vez más jóvenes y a convertirnos en expertos en áreas muy limitadas. Los perfiles que se buscan en los procesos de selección suelen listar conocimientos muy concretos y no siempre se valoran carreras en sectores dispares. La especialización está de moda y también se convierte en una zona de control de nosotros mismos. Desde ese lugar, nos resulta más fácil controlar todo lo nuevo que va surgiendo y, además, nos hace sentirnos más seguros.
Sin embargo, el avance tecnológico y la incertidumbre en la que vivimos nos invita a pensar que quizá no estemos en lo cierto. Los dos últimos años han sido una revolución tanto en lo digital como en la evidencia de que cualquier cosa puede suceder. Esta velocidad tan acelerada de cambio influye también en las industrias. Surgen competidores de sectores inimaginables, que nos obligan a tener que reinventarnos a nosotros y a nuestras organizaciones. A nivel profesional necesitamos seguir siendo competitivos y esto no se logra si solo apostamos por la especialización.
Ampliar nuestros conocimientos a otras áreas diferentes tiene consecuencias positivas, como explica Epstein en su libro. La generalización nos ayuda a encontrar patrones de comportamiento ante los problemas y a ser más creativos. La innovación proviene de saber salir de nuestra zona de confort. Por eso, no es de extrañar que en un estudio realizado sobre galardonados por los Premios Nobel de Química y Física se descubriera que los premiados tenían al menos veintidós veces más posibilidades de ser, además, actores, bailarines, magos o algún otro tipo de artista. Es más, los científicos reconocidos a niveles nacionales tienen más posibilidades que otros científicos discretos de ser escultores, músicos, pintores, carpinteros, mecánicos, sopladores de vidrio, escritores…, según Epstein. El motivo está relacionado con la amplitud de pensamiento, como explicó Steve Jobs en su archiconocido discurso de graduación de Stanford. Su pasión por la caligrafía le ayudó a mejorar el diseño de los productos en Apple. Conectamos ideas cuando nos abrimos a otros conocimientos. Y todo ello, nos ayuda a ser más y más competitivos.
En una de las investigaciones más citadas demuestra cómo las personas que mejor solucionan problemas son aquellas capaces de determinar la estructura profunda de un problema antes de aplicarle una solución. Es decir, tienen un enfoque más generalista. Dicho descubrimiento se aplica también al mundo de las finanzas y a cuanto nos rodea. La generalización no significa superficialidad, saber de todo un poco y de nada en concreto, como parece que sucede a muchos comentaristas de televisión. Amplitud mental supone especializarse en varias áreas, despertar la curiosidad en aspectos diferentes a nuestros conocimientos y estar en constante aprendizaje. Desde esta actitud estaremos mejor preparados para navegar en un mundo complejo como el actual.