Existen unas cuantas leyes económicas inmutables, aunque, en mi opinión, existe al menos una: nada es gratis. Todo tiene un precio, aun cuando el coste no parezca claro en el momento de la compra.
Ese fue el caso en los primeros días de la pandemia hace dos años, cuando los responsables políticos de los mercados desarrollados utilizaron todas y cada una de las herramientas disponibles y, a menudo, crearon nuevas herramientas para contrarrestar las consecuencias económicas negativas del cierre provisional de la economía mundial en nombre de la salud pública. Y ahora ha llegado el momento de pagar esa cuenta, que los responsables políticos miran atónitos. Ahora bien, ¿deberían sorprenderse de que la inflación se haya disparado hasta máximos de cuatro décadas?
Sin duda, no se les puede culpar de todos los efectos inflacionarios. El caos de las cadenas de suministro, los mayores costes laborales (1.000 años de historia demuestran que la participación en el mercado de trabajo se desploma después de cada pandemia) y la invasión rusa de Ucrania constituyen factores que escapan al control de los banqueros centrales, los legisladores y los dirigentes nacionales.
Sin embargo, a mi parecer, gran parte de la inflación que estamos experimentando es el precio que debemos pagar —después de un periodo de 11 años posterior a la crisis financiera mundial caracterizado por unos desequilibrios crecientes— por lograr desvanecer en cuestión de semanas una de las peores recesiones de la historia inundando el sistema con unos niveles de estímulos fiscales y monetarios previamente inconcebibles. Es como si los responsables políticos no solo hubieran pagado una ronda en el bar, sino que hubiesen ofrecido toda una noche de barra libre.
Y ahora hay que pagar la cuenta y todo el mundo —desde los hogares hasta las compañías, pasando por los políticos y los banqueros centrales— intenta buscar el modo de sobrellevar la inflación resultante.
No obstante, antes de ponerse histéricos, cabe recordar que, históricamente, el remedio para unos elevados precios de las materias primas ha sido unos elevados precios de las materias primas, ya que una parte de la demanda se destruirá sin lugar a dudas, por ejemplo, mediante la menor utilización del coche o la bajada del termostato para ahorrar combustible. Como consecuencia de la inflación, los hogares y los negocios también moderarán sus gastos discrecionales, lo que debería traducirse en un crecimiento más lento (o decreciente), justo lo contrario de lo que ocurrió en 2020 y 2021, cuando el crecimiento económico tendía al alza y la inflación, a la baja. En todo el mundo desarrollado, ese periodo de 18 meses impulsado por los estímulos generó un crecimiento económico de dos dígitos, así como una expansión de los ingresos del 25%, junto con un descenso de los costes, lo que derivó en una duplicación del crecimiento de los beneficios. Esto ayuda a explicar por qué las rentabilidades de la renta variable se situaban en el primer 1%. Pero, ¿era gratis? No.
El precio que estamos pagando se manifiesta a través de una normalización (en el mejor de los casos) o una disminución del crecimiento y un incremento de los precios. Mucho antes de que comenzara el año 2022, el crecimiento de los ingresos mostraba una trayectoria descendente y los costes iban en aumento; en nuestra opinión, esa tendencia se intensificará en los próximos trimestres.
Los inversores deben preguntarse a sí mismos, en este entorno de tipos de interés al alza, menores rentabilidades y mayor incertidumbre en torno a los flujos de efectivo y los márgenes de beneficios, qué valoración están dispuestos a pagar cuando se les ofrezca (y pronto se les ofrecerá) una rentabilidad del efectivo de alrededor del 1% al 2%.
No hay que tener un título universitario en Finanzas para saber hacia dónde nos dirigimos. Los activos de menores márgenes y menor calidad seguramente se depreciarán y ofrecerán un «valor de escasez» para las compañías de elevada calidad con capacidad para proteger los márgenes. A mi parecer, se trata de un entorno que debería favorecer la gestión activa a largo plazo.
Una mirada desde una perspectiva diferente
En los 500 últimos años, las fiebres en los mercados financieros han venido como las mareas: cuando sube la marea, se lleva a todos los que apuestan en contra. Luego, no obstante, cuando la marea baja, se lleva a todos los que apuestan en la misma dirección. El último periodo de la década de 1990 y la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos a mediados de la década de 2000 son ejemplos representativos de este patrón.
Más recientemente, cualquiera con un posicionamiento infraponderado en valores cíclicos de baja calidad (los principales beneficiarios de los estímulos descritos más arriba) y los activos basados en conceptos (concept assets) con un PER elevado, como las empresas de biotecnología o de informática en la nube, registró una rentabilidad considerablemente inferior a la de las estrategias pasivas. Pero, en mi opinión, la marea alta está llegando a su fin y los inversores que apuesten en que seguirá subiendo se verán castigados, mientras que las compañías de calidad que generan márgenes por encima de la media a largo plazo afianzarán su posición de liderazgo en el mercado.
Cuando existe una elevada incertidumbre, como en la actualidad, los inversores deberían concentrarse en mantener activos que ofrecen una mayor visibilidad de los flujos de caja y cuyos productos tienen una importancia crítica y dar la espalda a aquellos activos cuyos beneficios dependen de factores que escapan al control de las empresas o basados en conceptos no demostrados.
Tribuna de Robert M. Almeida, gestor de carteras y estratega de inversión mundial en MFS Investment Management.
El ratio precio/beneficios (PER) es el precio de una acción dividido por los beneficios por acción.
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