Los inversores son bastante conscientes de que el tamaño de los balances de los bancos centrales se ha disparado en la última década más o menos. Ahora bien, su tamaño en términos nominales, pese a ser enorme, carece de un contexto importante. A finales de 2021, el balance de la Reserva Federal estadounidense (Fed) era de 8,7 billones de dólares, mientras que el balance del Banco Central Europeo (BCE) ascendía a 8,5 billones de euros.
Si bien estos números parecen desorbitados, ¿qué porcentaje representan de sus respectivas economías? Esos números son aún más escalofriantes: el balance de la Fed equivale a más del 38% del producto interior bruto (PIB) de Estados Unidos, mientras que el balance del BCE representa casi el 70% del PIB de la zona euro. A mi parecer, el crecimiento de esos balances refleja adecuadamente la escala de la represión financiera de los últimos años (a saber, el mantenimiento de los tipos de interés por debajo de la tasa de inflación y el abaratamiento del coste de la deuda pública) y las distorsiones resultantes.
Señales distorsionadas
Los precios de mercado de todos los bienes y servicios, desde acciones y bonos hasta tuercas y tornillos, cumplen una función específica: enviar importantes mensajes a inversores, fabricantes, consumidores e incluso reguladores. Por ejemplo, ¿debería acelerarse la producción o sustituirse un producto barato por otro más caro? Es fácil entender por qué las señales del mercado representan datos útiles para el proceso de toma de decisiones y asignación del capital de la economía mundial.
Ahora bien, cuando estas señales están distorsionadas y proporcionan falsos positivos (o negativos), tanto en la economía real como en los mercados financieros, es posible que se produzcan desequilibrios. Los clientes realizan pedidos excesivos, los proveedores producen en exceso, los inversores invierten en desmesura, etc. La única pregunta que cabe plantearse es: ¿en qué medida se exceden?
Por desgracia, a veces estos desequilibrios no pueden medirse con facilidad. Como Einstein afirmó: “Ni todo lo que cuenta puede ser cuantificado, ni todo lo que puede ser cuantificado cuenta”. Algo que es difícil de cuantificar son los años de represión financiera, los desequilibrios en aceleración, las ineficiencias y los riesgos que nosotros —o las autoridades políticas— no podemos detectar fácilmente. Puede que no los veamos claramente, pero no por eso dejan de existir.
En mi opinión, algunas ineficiencias están ocultas a plena vista. El coronavirus puede que tenga algo de culpa, aunque la escasez de bienes se debe en parte a una deficiente asignación de los recursos a lo largo de los diez últimos años. Durante el periodo de gran estancamiento que caracterizó el ciclo económico posterior a la crisis financiera mundial, las empresas se afanaron por maximizar el capital circulante e impulsar las rentabilidades de los accionistas mediante el alargamiento de las cadenas de suministro y la explotación de los procesos de gestión de existencias denominados “justo a tiempo”. Hoy en día, como resultado de la pandemia, estas tendencias se están invirtiendo, ya que las empresas sacrifican la eficiencia y toleran un menor nivel de capital circulante con el fin de poner productos en las estanterías a disposición de los clientes. Y después de décadas ejerciendo poder sobre la mano de obra, lo que ayudó a las compañías a lograr unos márgenes de beneficios récord en 2018, la balanza se ha inclinado hace poco a favor del trabajo. Tras años de inversiones insuficientes, el precio del capital humano está aumentando a un ritmo acelerado y las empresas poco pueden hacer en este sentido, lo que supone un problema importante, dado que los costes laborales representan el grueso de los gastos operativos de las compañías.
Puede que la pandemia fuera la llama que prendiera el fuego, pero la yesca era años de distorsiones de los precios y el comportamiento que alentaba.
Los negocios imitan a la naturaleza
Como profesionales financieros, aprendimos en la facultad que las rentabilidades presentan una distribución normal porque unas compañías fracasan y otras sobreviven. Como los árboles, ninguna empresa crece hasta el infinito. Aunque muchos negocios perduran durante décadas, la tasa de mortalidad es del 100%. No obstante, este ha sido menos el caso en los últimos años, debido a la supresión del riesgo. Los mercados se han visto propulsados al alza, en lugar de desplomarse, porque las autoridades políticas se han inmiscuido en el ecosistema.
En consecuencia, la selección de títulos apenas ha aportado valor. Cuando la rentabilidad sobre el capital abunda, la importancia del asesoramiento financiero desciende. Como se muestra en el siguiente gráfico, no debería sorprendernos cuánto terreno ha ganado la inversión pasiva en los últimos años, ya que, por naturaleza, los seres humanos extrapolan al futuro el pasado más reciente. Las rentabilidades históricas siguen determinando el comportamiento de muchos inversores.
Sin embargo, estoy convencido de que lo opuesto también se cumple: cuando las rentabilidades escasean, la experiencia financiera será más valiosa y la inversión pasiva cederá su posición de liderazgo.
Una reducción impredecible
No trabajo para ningún banco central ni puedo prever cómo se reducirá el tamaño de unos balances valorados en varios billones de dólares. Pero algo es seguro: la situación actual es insostenible. Tan solo unas pocas semanas después del arranque del año, los bancos centrales así lo han dejado entrever. Y más importante aún, los mercados financieros descontarán las intervenciones de los bancos centrales antes de que se materialicen, conforme los inversores anticipan el futuro.
En consecuencia, los riesgos y los desequilibrios, tanto conocidos como desconocidos, saldrán a la luz. Si bien el futuro es incierto, y tal vez preocupante, nos entusiasma enormemente la posibilidad de que los profesionales financieros puedan demostrar su valía a medida que cambia el panorama monetario. Cuando lo haga, los activos financieros con visibles flujos de caja duraderos volverán a ser, en mi opinión, bienes escasos.
Tribuna de Robert M. Almeida, Jr, gestor de carteras y estratega de inversión global en MFS Investment Management.
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