Los mercados nunca se están quietos. Sin embargo, desde que tocaron fondo el año pasado, han estado prácticamente en piloto automático. La razón es simple, la pandemia ha estado devastando las economías, pero unos estímulos fiscales y monetarios dignos de tiempos de guerra han proporcionado suficiente oxígeno para evitar el colapso y ganar tiempo hasta que comenzaran a llegar las ansiadas vacunas. Con ellas, se inició la cuenta atrás hacia la normalización, pero también el regreso de la ansiedad a los mercados.
En circunstancias normales, el mercado evalúa constantemente la salud de la economía a través de múltiples indicadores macroeconómicos; pero hacer esto hoy es prácticamente inútil. Tenemos casi la certeza de que, para el verano, un tsunami de demanda embalsada dará un impulso a la economía, de esos que ocurren una vez en el siglo.
La situación es tan inusual que se antoja imposible ver más allá de ese punto. Estamos en las primeras etapas de un nuevo ciclo económico, que se inicia con unas tasas de crecimiento no vistas en décadas, y cuyo desenlace es impredecible. En cierto modo, estamos sufriendo de miopía macroeconómica.
Los participantes del mercado, sin embargo, intentan ver qué viene después, ya que invertir es, después de todo, un juego de anticipación. El peligro más obvio que uno puede concebir a día de hoy es una aceleración de la inflación; dado que la oferta tendrá dificultades para hacer frente a un repentino aumento de la demanda (este año, mejor reservar las vacaciones con mucha antelación). Así es como las expectativas de inflación han tomado fuerza, agitando con ello los mercados de bonos y amenazando con hacer descarrilar las bolsas.
Esta forma de pensar es muy cortoplacista. Después de que prenda la hoguera, seguramente veremos una economía al rojo vivo, pero el material combustible disminuirá progresivamente a medida que los estímulos fiscales (probablemente no los monetarios) se vayan reduciendo progresivamente. La inflación pasará de las llamas al humo, y el mercado, inevitablemente, pasará a preocuparse por si el fuego se podrá sostener, o si se extinguirá en una recesión. O, en otras palabras, el mercado volverá a su modo de calibración normal.
Los mercados financieros son un sistema dinámico complejo con muchas variables interrelacionadas. Es muy difícil comprender cómo (y en qué medida) una variable influye sobre otra en un momento dado, o si la causalidad es inversa. Pero somos seres humanos y tratamos de darle sentido a todo esto compartimentando el sistema y construyendo narrativas en torno a las partes.
El guión actual es más o menos el siguiente: es ampliamente aceptado que, de entre todas las variables, los tipos de interés son la más importante; dado que son la clave para valorar cualquier activo que produzca flujo de caja, desde bonos hasta acciones pasando por bienes raíces. Por otra parte, las tasas de interés son una función de la inflación, que a su vez depende del crecimiento de la economía.
Hasta ahora, los mercados de bonos parecen estar siguiendo esta línea de pensamiento. Estímulos abundantes y consumidores con ahorros en sus bolsillos implican crecimiento desbocado; ergo la inflación se acelerará y las tasas de interés tendrán que subir.
Esta forma de pensar asume que es la economía la que determina el desempeño de las variables financieras. Pero la realidad es mucho más compleja. La dirección de la causalidad puede revertirse rápidamente: unos tipos de interés más altos pueden hacer que los precios de los activos caigan, lo que afecta la riqueza de los hogares (particularmente cuando afecta a los bienes raíces), y amenazar con llevar a la economía a una recesión. Esto último reduce las expectativas de inflación, y con ello bajan las tasas de interés, ¡voilà!
El mercado es una especie de enorme máquina de votación, donde sus participantes calibran constantemente las diferentes probabilidades de las múltiples variaciones de estas dos narrativas básicas. Pero el hecho es que, después de cuatro décadas con la inflación y los tipos de interés a la baja, contribuyendo con ello a inflar los precios de los activos, existe actualmente una enorme interdependencia en el sistema. Por ello, un gran cambio repentino en las tasas de interés se antoja casi imposible.
La inflación se ha atenuado debido a una combinación de factores estructurales: demografía, exceso de deuda, globalización y digitalización. Y la pandemia solo vendrá a acentuar esta tendencia. La única forma concebible de experimentar un aumento sostenido de la inflación sería un giro brusco a nivel impositivo. Uno que provoque una redistribución de la riqueza del capital a los trabajadores, como sucedió durante los años 70. Ese episodio, coincidió con otra redistribución, de países importadores de petróleo a países exportadores. Es muy poco probable que vuelva a suceder algo así, ya que el contexto ha cambiado radicalmente desde entonces.
El comunismo colapsó espectacularmente y la globalización se aceleró, evaporando con ello el poder de negociación de los trabajadores. La economía de mercado ha sido tan dominante que incluso el milagro económico chino se explica por haberla adoptado. Nadie puede seriamente argumentar hoy en día que el sector público pueda ser el motor del crecimiento. Y en lo que respecta a los precios del petróleo, las energías renovables nos acercan cada vez más a un escenario de abundancia plena.
Solo nefastas políticas pueden llevar al sistema a un régimen de inflación más alto. Pero las fuerzas deflacionarias son tan fuertes que necesitaríamos mucho más que gigantescos déficits presupuestarios. Tendríamos que ver a Estados Unidos convirtiéndose en Venezuela. O igualmente probable, descubrir que un asteroide está en ruta de colisión con la Tierra en unos años, y nos lanzáramos a gastar todo lo que tenemos.
Sin embargo, si se mantiene el statu quo actual, es casi seguro que la economía continuará creciendo, la tecnología seguirá transformando (y abaratando) nuestra vida diaria y las fuerzas del mercado prevalecerán sobre los experimentos políticos. En este entorno, creemos que una combinación de acciones de calidad para capturar el crecimiento y bonos del Tesoro para protegernos de la ocasional recesión, es actualmente la mejor combinación posible.
Tribuna de Fernando de Frutos, Chief Investment Officer en Boreal Capital Management