Decir que los banqueros centrales han pasado de “héroes a ceros” puede sonar algo fuerte, pero el aura de inviolabilidad de la que una vez disfrutaron ya es definitivamente cosa del pasado. Antes de 2008 los bancos centrales eran los campeones indiscutibles de la Gran Moderación. Habían anclado firmemente sus expectativas de inflación a sus objetivos inflacionarios, lo que les dio un amplio margen para reducir la volatilidad del ciclo económico. No es de extrañar que los mercados financieros, a los que les encanta un entorno de alta rentabilidad y bajo riesgo, se convirtiesen en sus mayores “cheerleaders”. El hecho de que Alan Greenspan pudiese cortar de raíz el riesgo de una crisis financiera en más de una ocasión no hizo más que sumar a ese entusiasmo. Cuando el mundo estaba al borde del colapso financiero en 2008, los banqueros centrales volvieron a evitar el desastre.
Sin embargo, no pudieron evitar recuperaciones lentas y dolorosas en los mercados desarrollados ni varios periodos en los que la divergencia entre los desarrollados y los emergentes desencadenó un ligero bache global. Es más, para alcanzar estos magros resultados, los bancos centrales tuvieron que aventurarse a entrar en un territorio inusual empujando los tipos de interés a corto plazo por debajo de cero, aplanando las curvas de mercado y eliminando las primas. Todo ello llevó a algunos expertos a preguntarse si esta situación iba a conllevar un mayor riesgo de una asignación inadecuada en los mercados y de otros efectos secundarios adversos.
Al nivel más elemental, todas estas acusaciones pueden remitirse a dos cuestiones básicas: o bien hay muchas expectativas en torno a las políticas monetarias, o bien estas se encuentran sobrecargadas porque otros actores no han estado a la altura de sus responsabilidades. Un ejemplo del primer caso es el requisito de que las políticas monetarias deben buscar la estabilidad financiera junto a la estabilidad de precios. Al final, su labor consiste en generar una senda de crecimiento estable y predecible para el PIB nominal que pueda servir de referencia para las decisiones del sector privado. Bajo la premisa de que las políticas monetarias no pueden afectar de forma sistemática a la economía real (lo que podría discutirse), todo se reduce a aportar una inflación estable y ajustada a los objetivos. Como los activos financieros son un reclamo hacia los ingresos nominales futuros (o PIB), esta también es la mejor manera para que la política monetaria promueva la estabilidad financiera. Cualquier esfuerzo adicional para prevenir una burbuja del precio de los activos puede resultar contraproducente porque puede empujar a la baja el camino del PIB nominal de forma permanente y/o hacerlo más volátil. Por ello, para alcanzar la estabilidad financiera necesitamos un instrumento adicional con características más prudentes a nivel macroeconómico.
Durante los últimos 10 años, las políticas monetarias en Estados Unidos y la Eurozona han estado claramente sobrecargadas. Hasta cierto punto, la culpable en ambos casos podría ser la política fiscal. Tras el impulso inicial en 2009-2010, en los años posteriores, la política fiscal estadounidense se volvió considerablemente restrictiva debido a las peleas fiscales entre la mayoría republicana en el Congreso y la Administración de Barack Obama. Este endurecimiento tuvo lugar en un contexto de alta inactividad y ralentizó la expansión de forma considerable. Como respuesta ante los riesgos inherentes de caídas en la inflación, la Fed fue forzada a adentrarse en territorio extraño a través de un mayor aumento en el balance y manteniendo los tipos bajos durante más tiempo.
Suele debatirse que estas políticas generaron efectos secundarios negativos en forma de una búsqueda excesiva de rendimiento y una caída en la rentabilidad de los fondos financieros y de pensiones. Aunque esto puede ser cierto, debe compararse con el riesgo de que una postura más estricta en las políticas empuja el camino del PIB permanentemente hacia abajo.
En los últimos años, la política fiscal ha dificultado una vez más el trabajo de la Fed al darle a la economía estadounidense un gran impulso cuando ya se encontraba en terreno de sobrecalentamiento. Las políticas proteccionistas de Trump dañaron más esta lesión fiscal. Durante gran parte de 2018, esta mezcla forzó a la Fed a ser más dura de lo que lo habría sido, ya que la economía crecía bien, por encima de su potencial, y al mismo tiempo se relajaban las condiciones financieras. Aun así, la mezcla de unos costes de financiación del dólar altos con el proteccionismo demostró ser un gran obstáculo para el espacio de los mercados emergentes y, como consecuencia, para el comercio global. A finales de año, esto desató un fuerte aumento en la aversión al riesgo de los mercados financieros y el presidente Trump eligió culpar a la Fed de esta turbulencia, lo que, por supuesto, solo lo empeoró.
En la Eurozona, el Banco Central Europeo también tuvo que enfrentarse a una política fiscal demasiado estricta durante años y a instituciones fiscales y bancarias incompletas. Esta mezcla fue en gran parte responsable de la segunda parte de la recesión de la Eurozona en 2011-2013. Si se hubiesen evitado los errores en las políticas que llevaron a la recesión, la inflación, la rentabilidad de los bonos y la tasa de interés del BCE podrían ser más altos de lo que lo son hoy en día. Además, el BCE ha tenido que compensar la falta de mecanismos fiscales y bancarios para compartir riesgos aportándolos por la puerta de atrás en la forma de herramientas como las operaciones monetarias de compraventa (OMC) o la expansión cuantitativa (EC). Algunos expertos dicen que, al hacer esto, el BCE podría haber beneficiado a derrochadores soberanos periféricos al castigar a los principales ahorradores con la bajada de tipos, lo que podría haber impulsado el populismo. Nosotros creemos que los ahorradores tendrían que echarse la culpa a sí mismos y a sus propios políticos por los tipos bajos.
Es más, si el BCE no hubiese intervenido, la Eurozona podría haberse roto, en cuyo caso podríamos haber visto una cara mucho más desagradable del populismo. Esto no quita el hecho de que sería altamente deseable que otros actores encargados de articular las políticas en la Eurozona empezasen a estar a la altura de sus responsabilidades, en concreto, a la hora de generar un marco institucional sólido para que la unión monetaria continúe con reformas estructurales que hagan que las economías individuales sean más flexibles.
Antes de 2008, muchos países creían que habían encontrado el santo grial de la articulación de políticas monetarias al hacer que los bancos centrales fuesen independientes y encargarles la gestión del ciclo económico. La lección más importante que hemos aprendido en la última década es que las políticas monetarias no funcionan en el vacío. Su éxito depende mucho de que otros actores se involucren en el proceso. Por ello, lo deseable es que exista una coordinación entre las políticas monetarias, fiscales y estructurales.
Tribuna de Valentijn van Nieuwenhuijzen, jefe de inversiones en NN Investment Partners, y Willem Verhagen, economista senior