¿Alguna vez has oído hablar de la era del antropoceno? Se trata de una palabra creada por la comunidad científica para referirse a una nueva era de la tierra, posterior al holoceno, que se caracteriza porque la acción del ser humano ha adquirido tal importancia que llega a tener un impacto significativo sobre el planeta. El calentamiento global, la destrucción de la capa de ozono o las especies en peligro de extinción son consecuencias directas de la actividad humana y ejemplos claros de porqué se ha inventado la palabra antropoceno.
Tras la revolución industrial, hemos sido capaces de generar una prosperidad a nivel global inimaginable en cualquier otra época. Los avances tecnológicos, y la aplicación de esos avances en buena parte del planeta, han traido unos beneficios incuestionables para la humanidad. Ahora bien, como en cualquier innovación, a lo largo del camino se encuentran consecuencias inesperadas que conllevan la necesidad de regular y limitar la nueva actividad. Desde hace ya varias décadas, nos hemos dado cuenta de que hay ciertos límites que debemos respetar al interactuar con nuestro planeta.
Así pues, si en los últimos 200 años nos hemos dedicado a inventar y desarrollar, en los próximos 100 deberemos ponernos manos a la obra para conseguir transformar todo aquello que suponga una amenaza para nuestro planeta, y por tanto, para nosotros mismos.
El reloj de los límites planetarios fue creado por un grupo de científicos ligados a la universidad de Estocolmo. Pretendían definir unas bandas de seguridad para la actividad humana en las que no se pusiera en riesgo la integridad de ninguno de los sistemas terrestres. De esta forma, gobiernos y actores privados podrían ver con claridad los límites que se están sobrepasando.
Llama la atención que el cambio climático no se encuentra en zona roja, pese a ser probablemente el asunto que con más preocupación está mirando el conjunto de la sociedad. Eso es porque las consecuencias para el planeta de que se entrara en zona roja serían probablemente inimaginables. Aunque todas las áreas son clave, el cambio climático es el factor de mayor riesgo para la integridad planetaria de todos los expuestos.
El cambio climático consiste en el aumento de la velocidad del calentamiento global debido a la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera. La atmósfera terrestre está compuesta por gases (principalmente nitrógeno y oxígeno), y varios de esos gases contribuyen a retener parte de la radiación que proviene del Sol y que la Tierra irradia de vuelta al espacio. Son los llamados gases de efecto invernadero (CO2 o Metano por nombrar los más conocidos), sin los que la Tierra se enfriaría hasta el extremo de resultar inhabitable.
Históricamente estos gases han supuesto entre 200 y 300 partes por millón del total de gases en la atmósfera. Sin embargo, debido principalmente a la quema de combustibles fósiles, el dato se ha disparado a las cerca de 400 partes por millón. Lo que hace que la temperatura haya aumentado en el último siglo casi 10 veces más rápido de lo normal (0.7 vs 0.14 grados en 100 años según datos de la NASA). Las consecuencias ya se están haciendo notar, con catástrofes naturales cada vez más importantes y frecuentes, por lo que es fundamental atajar el problema cuanto antes.
En ese sentido, la industria financiera ya se ha puesto manos a la obra. La cada vez mayor concienciación por parte de las empresas hace que empiece a ser la norma, no solo que las compañías reporten el dato de emisiones de CO2, sino también que fijen objetivos de reducción de dichas emisiones a futuro.
Esa nueva información hace posible que los fondos de inversión reporten su huella de carbono, que hace referencia a las emisiones de todas las compañías en cartera. El dato se puede obtener en absoluto (toneladas de CO2 emitidas) o en relativo (toneladas de CO2 emitidas divididas entre algún dato operativo como los ingresos totales).
La huella de carbono se puede comparar entre fondos y con el índice de referencia. Y por supuesto también posibilita ordenar las compañías por nivel de huella de carbono (“best in class”) o por evolución a la hora de reducir su huella de carbono (“best effort”), así como medir el grado de cumplimiento de los objetivos propuestos por la propia compañía.
Aun así, es necesario hacer una advertencia. Como siempre en el análisis financiero, no hay que confiar en un solo dato, puesto que la huella de carbono de un fondo puede salir mucho mejor que la del índice de referencia únicamente por la exclusión de los sectores con una huella de carbono más elevada (por ejemplo el sector energético).