En muchas partes del mundo pensaron que el miércoles, el día en que Obama y Castro anunciaron que retoman las relaciones diplomáticas entre los dos países, Miami se había convertido en un campo de guerra. Pero no fue así.
Como cada mañana, dejé a mis hijos en la escuela y me encaminé a la redacción en medio de un monumental atasco provocado por un accidente que nada tuvo que ver con la nueva política hacia la isla de los hermanos Castro, que ya empieza a sonar a título de película de ficción de los sesenta.
Después, la reunión donde repartimos el trabajo de los reporteros: “Llama a Iván y que nos envíe cómo se vive desde La Habana”, “Sergio está en el Versailles, los viejos anticastristas ya empiezan a llegar con sus banderas”, “yo acabo de hablar con Ileana Ros y Diaz Balart y están que trinan con Obama”…
La edición ya estaba encarrilada cuando comenzó la doble sesión de cine desde Washington y La Habana. Un presidente guapo, vestido, iluminado, y con aire a Sidney Poitier, nos hablaba de un futuro esplendoroso de amor y cordialidad desde el plasma del fondo. En la otra punta del bullicio periodístico de Diario Las Américas (el periódico en español más antiguo de Miami), otro grupo viajaba en el tiempo, quién sabe si a los setenta, sesenta o cincuenta. Esa otra película tenía como protagonista a un señor mayor, vestido con un añejo uniforme militar, leyendo unos papeles amarillentos en un despacho al que todavía no han llegado las computadoras y en el que la caoba, el cuero falso y la foto enmarcada en blanco y negro invitan a salir corriendo. Podría ser un malo de película en una película de James Bond, pero de las antiguas, las de Sean Connery o Roger Moore. En este caso, las palabras en positivo sabían a derrota, entre otras cosas porque el malo sigue en la película.
Después de 56 años podría haber sido derrotado pero parece que no hay forma. En el Versailles, el cuartel general del anticastrismo recalcitrante, no sucedió nada especial. Los mismos que pisotearon discos de Juanes con una apisonadora gritaban contra Obama mientras cadenas internacionales como CNN engañaban al mundo asegurando que eso representa a Miami o la colonia cubana que reside en el sur de la Florida.
Señores, siento decepcionarles, pero en Miami no hubo guerra. Ni se quemaron muñecos con las caras de Obama y Fidel, ni se invitó a invadir la isla de los hermanos Castro. Lo único que se sentía, a la espera de saber si intercambian presos, abren las embajadas, permiten los viajes y dan una oportunidad a la tarjeta Visa en la isla, es un dolor ambiental. El dolor de saber que, pase lo que pase, los malos han ganado y siguen en la película, mientras víctimas de tres generaciones de cubanos exiliados han perdido su historia, su pasado y el sueño de recuperar su tierra, la que hace 56 años pasó de ser la hermosa Cuba a la isla de los hermanos Castro.