Después del notable retroceso del S&P 500 durante 2022, es esperable que algunos se cuestionen sobre las ventajas de una estrategia de inversión más pasiva sobre una más activa, es decir, que tenga transacciones frecuentes en respuesta a eventos corrientes y de corto plazo.
De hecho, muchas estrategias que coloquialmente llamamos pasivas no lo son en sentido estricto. Por ejemplo, una cartera que invierte 60% en renta variable y 40% en renta fija será revisada cada cierto tiempo para que estas proporciones se mantengan, lo que implica la disposición a comprar y vender instrumentos. Así también, muchas estrategias dejan algo de discreción al gestor para cambiar las ponderaciones de algunos activos, aunque sin desviarse del objetivo de inversión. En rigor, es mejor hablar de estrategias que siguen reglas definidas versus estrategias que no lo hacen.
A grandes rasgos, el argumento en favor de una sobre la otra se resume en que la inversión sujeta a reglas es considerablemente menos costosa que la alternativa. Con todo, en un contexto en que las tasas de interés reales han estado en niveles históricamente bajos, la tentación de buscar opciones que generen mayores retornos se mantiene. En lo que sigue presento algunos argumentos a favor de estrategias sujetas a reglas de largo plazo.
En primer lugar, debemos entender que los inversionistas finales, sobre todo los minoristas, típicamente no tienen ventajas de información para seleccionar aquellos activos que verdaderamente entregan mejores retornos que una alternativa con enfoque más pasivo. Por esta razón, muchos inversionistas delegan su patrimonio en administradoras de fondos y carteras. Estas instituciones venden sus servicios de gestión activa con la promesa de obtener mejores resultados que una cartera de referencia o, dicho de forma coloquial, ganarle al mercado. Aquí nos encontramos con el principal problema de la llamada inversión activa, que es la imposibilidad de que, en promedio, estas instituciones logren ganarle al mercado sistemáticamente.
El argumento, inicialmente planteado por el Premio Nobel de Economía William Sharpe, es básicamente una definición aritmética. Obviando costos de transacción, dado que los inversores llamados pasivos obtendrán el retorno promedio, los del grupo activo en conjunto también deberán, por definición, obtener el mismo rendimiento (en promedio). Por lo tanto, aquellos inversionistas activos que logren desempeñarse mejor lo conseguirán a costa de otros inversionistas activos que lo hagan peor. Esto implica que la decisión del inversor no debería limitarse a decidir si seguir o no una estrategia activa, sino que también a seleccionar aquellas administradoras que realmente tengan habilidad para invertir.
La pregunta que sigue entonces es cómo identificar a los gestores hábiles. El primer enfoque es basarse en la historia. Por ejemplo, delegar la administración a uno de los 12 gestores que hayan logrado ganarle al mercado durante 10 años seguidos. Esto parece lógico, pero conlleva un gran problema: distinguir a los talentosos de aquellos con suerte. Veámoslo con el ejemplo de tirar una moneda 10 veces seguidas. La probabilidad de que al lanzarla se obtengan 10 caras es, aproximadamente, 0,1% (o 1 sobre 1.000). Si 10.000 personas lo hacen, lo esperable es que 10 de ellos obtengan 10 caras seguidas. Similarmente, de 10.000 inversionistas, se espera que cerca de 10 de ellos le ganen al mercado durante 10 años seguidos, simplemente debido a la buena suerte. Luego, si observamos 12 ganadores y nos basamos solo en los resultados pasados, es extremadamente difícil distinguir a los 2 talentosos de los 10 que no lo son.
Aun así, algunos inversionistas pueden argumentar que hay formas más sofisticadas de elegir a un gestor activo que solamente mirar el historial. La evidencia reportada en estudios académicos muestra que los fondos que logran ganar constantemente suelen emplear estrategias que se asocian con variables fundamentales de la economía y de compañías en particular, sugiriendo que sus mejores resultados se deben a una comprensión más acabada de los mercados. Sin embargo, las apuestas sobre el estado de la economía también podrían depender de la suerte.
Por otro lado, si es que asumimos que efectivamente existen gestores talentosos y que es posible identificarlos, el costo de invertir con ellos será muy alto, deteriorando así los retornos de los clientes, lo que podría dejarlos igual o peor que con una estrategia más pasiva. Evidencia de esto son las altas comisiones de los llamados “hedge funds”, fondos de inversión alternativos que toman altos riesgos e incurren en altos costos a causa de estrategias más sofisticadas (uso de derivados, apalancamiento y otras). Estos fondos, además de cobrar una fracción del patrimonio administrado considerablemente mayor a la que cobran estrategias más pasivas, tienden a exigir un porcentaje adicional de la rentabilidad misma, lo que los incentiva a tomar más riesgos.
En resumen, una estrategia activa que incurre en transacciones constantes y no se sujeta a reglas predefinidas es un juego caro donde el inversionista final está en una posición desaventajada. En mi opinión, un inversor prudente debería optar por alternativas que sigan de cerca algún índice de referencia, delegando su gestión a administradores que concentren sus esfuerzos en aspectos donde realmente se puede agregar valor, como lo son el control de costos y una adecuada gestión tributaria, y que tengan, además, políticas de administración transparentes que alineen sus incentivos con los del cliente.