“La mayoría de las revoluciones son explosiones —escribió D. H. Lawrence— y la mayoría de las explosiones estalla con más fuerza de la prevista”. Dos de los sistemas principales que sostienen la economía mundial, el dinero y la energía, están experimentando cambios tan importantes que podrían considerarse revoluciones. La posibilidad de que se produzcan estallidos repentinos e imprevistos está en la mente de todo el mundo.
El contexto de bajas tasas de interés e inflación que ha respaldado nuestras economías a lo largo de las grandes crisis de las últimas dos décadas está bajo presión a medida que salimos de la pandemia. Entretanto, han surgido sistemas de intercambio totalmente nuevos, como las criptomonedas y las iniciativas en el ámbito de las finanzas descentralizadas, que se apoyan en registros distribuidos y no en las entidades clásicas. Los cambios resultantes en las cadenas de suministro, los patrones de empleo y la demanda final están combinándose para presionar al alza los precios y obligar a replantear la ortodoxia de la política monetaria tradicional.
De manera simultánea, la imperiosa necesidad de alejarse de los combustibles fósiles, que han impulsado el desarrollo humano durante muchos siglos, está derribando los métodos convencionales de producción energética, fijación de precios y distribución.
Este escenario no hace sino aumentar el riesgo de error de política monetaria. La agonía de los bancos centrales ante la presumible persistencia del incremento de los precios y la escasez de mano de obra muestra que a la mayoría de ellos les falta práctica cuando se trata de lidiar con la inflación. Debemos remontarnos al principio de la década de 1980 para encontrar un momento en el que los precios aumentaran tan rápidamente como lo han hecho en la actualidad.
La Reserva Federal apunta a un ciclo rápido de endurecimiento que supondría el final de las compras de activos en el primer trimestre y de tres a cinco subidas de tipos para este año. Sin embargo, este acelerado cambio sistémico de la política monetaria corre el riesgo de encender la mecha de una deuda mundial que se ha disparado durante años al calor de los tipos ultrabajos. Si, al subir los tipos, el crecimiento se hunde, los impagos aumentan y los mercados entran en pánico, los bancos centrales se verán obligados a efectuar un viraje expansivo.
Paralelamente, cuando se trata de encontrar la manera de cumplir los exigentes compromisos climáticos mundiales, los responsables políticos se han apoyado hasta ahora en gran medida en la oferta; a este respecto, cabe mencionar los intentos de utilizar el mecanismo de transmisión del sistema financiero para instigar cambios en la economía real.
Si bien este es un buen punto de partida, es muy poco probable que los cambios en la oferta puedan alcanzar por sí mismos el ritmo y la magnitud del cambio que se necesitan para lograr el cumplimiento de los objetivos climáticos. Los responsables políticos deberán dirigir su atención a la demanda, lo que conllevará cambios necesarios en el comportamiento de los consumidores, algo que los políticos rara vez acogen con los brazos abiertos.
Existen tres amplios conjuntos de herramientas: más transparencia en los productos, con el fin de permitir a los consumidores tomar mejores decisiones; incentivos (y desincentivos) fiscales directos; y cambios por mandato normativo, como la aplicación de ciertos criterios en los productos o incluso la prohibición total.
Aunque esto puede sonar abrumador, ya existen algunos precedentes efectivos, como la información nutricional destacada en los alimentos procesados. Quienquiera que busque tener una vida más sana puede escoger el yogur con menos azúcar o la salsa con menos sal. Del mismo modo, los consumidores podrían beneficiarse de obtener una información más clara sobre el coste del carbono de sus compras y, de esa forma, guiar las invisibles fuerzas de la demanda hacia productos más ecológicos.
Aunque susciten más polémica, los incentivos fiscales y las subvenciones a los productos pueden orientar a los consumidores hacia alternativas ecológicas. Hasta ahora, este enfoque se ha centrado en las grandes compras, como las ayudas para la adquisición de vehículos eléctricos, pero podría extenderse a los gastos cotidianos.
Por último, quizás debamos ser más atrevidos a la hora de prohibir por completo los productos con elevados niveles de emisiones de carbono o altamente contaminantes. A pesar de que esto pueda sonar radical, en el pasado se llevó a cabo eficazmente en una amplia variedad de áreas, como el plomo de la gasolina, los CFC y, más recientemente (el año pasado), la prohibición de las bombillas halógenas.
Los bancos centrales cuentan con siglos de historia en los que basarse para discernir la mejor forma de gestionar los retos del crecimiento y la inflación del entorno actual, incluidas las lecciones aprendidas de algunos dolorosos errores de política monetaria. Sin embargo, no existe ningún libro que contenga una hoja de ruta que nos conduzca a través del desafío climático actual.
Estamos muy por detrás del punto en el que la ciencia afirma que deberíamos estar para minimizar los perjuicios a largo plazo originados por las emisiones de carbono. Necesitamos un enfoque revolucionario, uno que accione múltiples resortes (tanto el palo como la zanahoria, la demanda como la oferta y el impulso como la obligación), si queremos evitar que esa bomba de relojería que es el medio ambiente nos estalle en las manos.
Tribuna de Anne Richards, CEO de Fidelity International.
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