En el dilema del prisionero, la policía arresta a dos sospechosos de un crimen y los detiene en celdas separadas, de modo que no puedan comunicarse entre sí. Al carecer de pruebas para condenarlos, la policía les propone a cada uno el mismo trato: pueden confesar -y traicionar con ello a su cómplice- o pueden guardar silencio.
Si ambos prisioneros confiesan, reciben una pena más ligera. Si ninguno confiesa, ambos reciben una pena más dura. Si un prisionero confiesa y el otro sostiene que son inocentes, el traidor recibe una sentencia más leve que su compañero. Desarrollado en plena Guerra Fría, este experimento mental es extremadamente revelador sobre cómo las personas respondemos a oportunidades para cooperar: ¿vivimos en un mundo de suma cero en el que cada uno de nosotros actúa dogmáticamente en su propio interés a expensas de los demás? ¿O tratamos de colaborar con la esperanza de crear un beneficio más amplio?
Ante la intensificación de la retórica proteccionista a nivel mundial, el dilema del prisionero también explica en cierta medida la actual turbulencia en torno a las relaciones comerciales entre países. Durante más de tres décadas, la filosofía dominante ha sido la globalización, la demostración suprema del toma y daca internacional. Pero ahora que políticos de todo el mundo comienzan a ganar elecciones con programas populistas, el sentimiento ha cambiado y los países parecen cada vez más proclives a dar preferencia a sus propios intereses.
En un discurso pronunciado en abril en la Universidad de Hong Kong, Christine Lagarde, destacó los riesgos de este enfoque. La directora general del Fondo Monetario Internacional (FMI) hizo hincapié en cómo el comercio multilateral ha “transformado nuestro mundo durante la pasada generación”, pero advirtió de que este sistema de reglas y responsabilidades compartidas “corre peligro de verse desgarrado”. Su conclusión fue clara: “Esto sería un fracaso de política colectivo e inexcusable”.
El cambio de sentimiento se enmarca en una fragmentación generalizada del espectro político, sobre todo en los países desarrollados. El electorado considera que su nivel de vida no se ha recuperado desde la crisis financiera global, con lo que se ha visto atraído por los extremos de dicho espectro. En las economías desarrolladas, la gente ha vivido el impacto de la deslocalización, el vaciamiento de industrias establecidas y un crecimiento anémico de los salarios desde que comenzara la crisis. En este contexto, la confianza ha dado cada vez más paso al instinto de autopreservación. A su vez, los populistas han respondido poniendo en duda el status quo.
En Estados Unidos, la actuación de Donald Trump y su administración son un buen ejemplo. En 2017, poco después de su investidura, Trump ordenó al Representante de Comercio de los Estados Unidos (USTR) que investigara presuntas violaciones de propiedad intelectual por parte de China. En marzo de 2018, el USTR concluyó formalmente que el gigante asiático había violado la Sección 301 de la Ley de Comercio de 1974 al robar o copiar tecnología de empresas extranjeras.
¿Cómo respondió la nueva administración? Imponiendo aranceles a la importación de bienes chinos por importe de 60.000 millones de dólares, y limitando la capacidad de China para invertir en el sector tecnológico estadounidense. La respuesta de las autoridades chinas fue igualmente estridente, anunciando que tomaría represalias elevando los aranceles a la importación de una lista de artículos estadounidenses con un valor de 50.000 millones de dólares, entre ellos soja, aeronaves pequeñas, whisky, vehículos eléctricos y zumo de naranja.
Pero China no es el único país en el punto de mira de los torpes ataques comerciales de Trump. En junio, su administración confirmó que aplicaría mayores aranceles a la importación de aluminio y acero de algunos de sus mejores socios económicos y militares -la UE, Canadá y México- lo cual fue recibido con aullidos de indignación de sus socios del G7. Por su parte, México denunció a Estados Unidos ante la Organización Mundial del Comercio y prometió implementar sus propios aranceles de represalia.
La ofensiva comercial de Trump puede interpretarse como parte de una retirada de los Estados Unidos de un sistema de toma de decisiones multilateral a favor de un unilateralismo solitario. Ya lo vimos en los primeros días de su presidencia cuando Estados Unidos se retiró del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP). Más adelante, hemos visto el mismo enfoque en múltiples áreas, desde el cambio climático al bloqueo de nombramientos en la OMC. Considero exagerado afirmar que esto es el final del liderazgo estadounidense del consenso posbélico, pero se trata indudablemente de una erosión.
Existe cierta ironía en todo esto. En abril de 1981 -en el momento álgido de la paranoia estadounidense en torno a su déficit comercial con la potencia manufacturera que era Japón la administración Reagan implementó medidas para restringir las importaciones de coches japoneses. La lógica era simple: protegiendo a su sector de la automoción de su homólogo asiático más eficiente, los fabricantes de automóviles estadounidenses tendrían espacio para reformar sus prácticas de trabajo y comenzar a competir con los japoneses en precio.
Sin embargo, nada de eso se materializó: los fabricantes domésticos sencillamente aprovecharon para subir sus precios sin temor de perder ventas a manos de competidores menos caros. Según un análisis del Heritage Institute, el episodio acabó costando a los consumidores americanos 5.000 millones. de dólares anuales adicionales, y los fabricantes japoneses continuaron de todas formas su incursión en el mercado estadounidense. “La historia del proteccionismo ilustra la ley de las consecuencias imprevistas: incluso medidas implementadas con la mejor de las intenciones pueden resultar contraproducentes”, concluye Geraghty.
Tribuna de Rowena Geraghty, analista de Standish, parte de BNY Mellon IM.