El confinamiento que vivimos prácticamente en todo el mundo durante los meses de marzo a junio limitó la interacción humana con el medio ambiente. El parón de actividad, pese a su brevedad, redujo significativamente los niveles de contaminación y mejoró la pureza del aire que respiramos quitando presión al ecosistema.
Numerosos estudios ponen de manifiesto que el efecto del cambio climático aumenta la probabilidad de que se generen epidemias. Pese a que la gran mayoría de los ciudadanos del mundo desarrollado somos conscientes de este fenómeno e intentamos poner medidas para frenar este desgaste medioambiental a través del reciclado, el uso de energías renovables y la implementación de un marco legal que controle las emisiones de CO2, por ejemplo, es necesario coordinación a nivel mundial.
Hasta la fecha, los pasos que se han ido dando en aras de limitar el impacto humano en nuestro planeta han tenido resultados limitados. Si bien hemos avanzado significativamente desde donde estábamos hace 30 años (la concienciación de un problema es el primer paso para poder resolverlo), en muchos casos, acuerdos globales a los que se había llegado, han sido echados por tierra ante cambios políticos. Un claro ejemplo de esto es el vivido los últimos cuatro años en EEUU. La administración Trump no solo ha renegado del Acuerdo de París firmado por Obama, sino que también ha desmantelado la legislación encargada de velar por la pureza del agua y del aire.
Por otro lado, China está cogiendo cada vez más relevancia a nivel mundial por sus fuertes tasas de crecimiento. Parte de este crecimiento lo está consiguiendo a través de la aceleración de sus procesos productivos utilizando los recursos naturales más eficientes y prestando limitada atención al impacto en el medioambiente. Cuando desde organismos supranacionales se les recrimina por esto, ellos alegan que es lo mismo que hicimos en Europa durante la revolución industrial. Cierto es que es algo hipócrita pedir a países emergentes que cuiden de los recursos naturales en su batalla por convertirse en potencias económicas cuando nosotros no lo hemos hecho y en la actualidad lo hacemos a medias.
Y, si somos conscientes de todo esto, ¿por qué no hacemos nada? “Es por la economía, estúpido” como decía Bill Clinton durante su campaña electoral de 1992. Vivimos en un mundo donde la economía es el único avión que no puede pararse a repostar, siempre tiene que estar volando y cada vez más rápido. La evolución del precio de una acción, el coste de financiación de una empresa o un país, o el crecimiento del PIB no están ligados al valor que genera en la biodiversidad dicha empresa o país. La riqueza queda recogida en una contabilidad empresarial o nacional que recoge cómo de grandes son las ventas o exportaciones, cuán bajos los costes o importaciones, la amplitud del margen de explotación y los resultados. Para conseguir grandes márgenes debemos ahorrar en costes. Desgraciadamente, las alternativas de producción más baratas no suelen ser las menos contaminantes.
A nivel individual también somos culpables de este impacto. Cuando como consumidores queremos tener energía barata, viajar en avión varias veces al año a coste reducido, utilizar nuestro coche para desplazamientos diarios, adquirir mobiliario de maderas exclusivas o exóticas en vez de reutilizadas, calentar nuestras casas con leña o carbón o pedirles a nuestras inversiones en fondos de inversión o planes de pensiones que suban lo máximo posible, estamos contribuyendo con nuestro granito de arena a que esta situación perdure. Bien es cierto que, en los últimos años, especialmente en el mundo de las inversiones, algunos cambios se están implementando. Cada vez más inversores exigen a muchas empresas cotizadas que publiquen métricas relativas a su impacto ambiental, social y de gobierno corporativo. Cada vez más gestores de fondos están primando empresas que cumplen con estos criterios frente a otras que no lo hacen. Es un gran paso.
No hemos de quedarnos ahí. Es necesario continuar con este proceso de educación y concienciación para que podamos poco a poco ir cambiando los hábitos de consumo, vida e inversión que, aunque nos impacten en el bolsillo, nos permitan vivir en un mundo más saludable y por tanto mejorar nuestra calidad de vida. A corto plazo, nos permitirá limitar la propagación de virus, y reducir la presencia de enfermedades bronquiales, asma, cáncer de pulmón, hipertensión, arterosclerosis, Parkinson y Alzheimer, entre otras. A largo plazo nos permitirá dejar a las generaciones venideras un planeta igual o menos deteriorado del que heredamos.
Tirbuna de Miguel Puertas, director de Gestión Discrecional en Portocolom