La humanidad se encuentra, por primera vez, ante la oportunidad de sanar enfermedades, vivir sin vejez, potenciar la economía de forma vertiginosa y escoger cuánto de inteligente queremos ser el día de mañana. Como buen guion de Spielberg, hemos comenzado a recorrer el camino de lo que terminará siendo tangible: el más allá de lo intangible.
Independientemente de la credibilidad de algunos gobiernos, la lucha por el posicionamiento de los países que han comprendido que la economía se definirá por la magnitud de su infraestructura tecnológica hace que la velocidad con la que avanza la IA resulte maravillosamente espectacular. Al margen del optimismo o pesimismo que rodea a este fenómeno, es evidente que la mediana y gran empresa ya tiene la ventaja de fichar a múltiples premios Nobel en su plantilla o, al menos, a estudiantes de doctorado de primer nivel, cuyo futurible cercano será alcanzar tan valioso reconocimiento.
En cuestión de meses, la IA ha pasado de ser un prototipo de laboratorio a consolidarse en el nuevo pulso de la economía global. Ejemplos recientes, como el lanzamiento de Operator por parte de OpenAI —un agente capaz de automatizar compras y reservas, aunque todavía en fase temprana— o el impulso de DeepSeek —que, según varios informes, ha superado a ChatGPT en la App Store estadounidense, hundiendo la cotización de gigantes como Nvidia o Alphabet— atestiguan la velocidad exponencial que marcará la carrera de este año.
El sector financiero también se ve zarandeado: el anuncio de la administración Trump de invertir 500.000 millones de dólares en infraestructuras de IA, en colaboración con la tríada tecnológica formada por Masayoshi Son (capital, vía SoftBank), Sam Altman (know-how de OpenAI) y Larry Ellison (la potencia de la nube de Oracle), confirma que, de cara al 2025, cualquier aspirante a reinar deberá integrar la IA en su ADN empresarial con la misma determinación con la que se abrazaron las grandes revoluciones industriales.
La IA acapara titulares por su enorme potencia de cómputo, posibilitada por infraestructuras de alto rendimiento que emplean procesadores especializados capaces de procesar millones de datos en paralelo. Metodologías como ModelOps —orientadas al despliegue continuo de modelos— y las técnicas de entrenamiento basadas en retroalimentación humana permiten que estos modelos se perfeccionen con cada nueva iteración de datos y con supervisión experta. Además, la adopción de grandes modelos fundacionales, como GPT, LLaMA o PaLM, y de herramientas Low-Code/No-Code, concebidas para crear aplicaciones con poca o ninguna programación, transmite una aparente sensación de democratización de la IA. Sin embargo, el control real sigue concentrado en unas pocas corporaciones que poseen la nube y el hardware. La ventaja competitiva va más allá de disponer de IA: consiste en comprenderla, ensamblarla e integrarla con transparencia y seguridad para lograr un impacto competitivo y sostenible en el mercado.
Integrar un modelo de lenguaje a gran escala (LLM) se asemeja a “fichar” a un premio Nobel corporativo: su genialidad puede desentrañar correlaciones invisibles en cuestión de segundos, pero sin un riguroso proceso de onboarding y un fine-tuning (ajuste) con datos internos, esa brillantez corre el riesgo de diluirse.
A principios del año pasado, en Trioteca, gestamos MarIA, nuestra IA generativa entrenada con millones de registros. Con ella, hemos reducido hasta un 40% los tiempos de tramitación, asumiendo tareas que antaño consumían semanas de trabajo manual. Lo más cautivador de este agente digital no es su voracidad de datos, sino la transformación humana que provoca: al descargar a los profesionales de la rutina burocrática, pueden centrarse en la empatía, la innovación y en perfeccionar la experiencia del cliente. Es un efecto sinérgico: la IA se encarga de lo mecánico, mientras el equipo potencia el componente relacional, marcando una diferencia sustancial en cada interacción.
Claro que tanta euforia tecnológica exige cautela. Cuestiones como la propiedad intelectual por ejemplo, la generación de contenidos por IA sin atribución o compensación adecuada— y la trazabilidad de las decisiones automatizadas- abren debates nada triviales. En sectores como el hipotecario, donde la equidad es innegociable, los sesgos algorítmicos pueden dañar reputaciones y acarrear graves sanciones. De ahí que metodologías como Explainable AI (XAI) adquieran rango de requisito imprescindible, evitando que el premio Nobel se transforme en una caja negra de consecuencias imprevisibles.
A su vez, el entorno geopolítico añade su propia capa de complejidad. Las restricciones a la exportación de chips avanzados de Estados Unidos a China, la guerra encubierta de patentes o el surgimiento de nuevas “batallas de agentes”, configuran un tablero global en continua transformación. Para aspirar a liderar el 2025, las empresas deberán encarar dos frentes clave: dominar la tecnología con solvencia y navegar los vaivenes regulatorios y diplomáticos, sabiendo que la velocidad de adopción podría inclinar la balanza en un mercado cada vez más volátil.
Al final, la IA no es solo otro activo en el balance tecnológico: la IA redefine la forma de trabajar, invertir y crecer. Quienes la vean como un instrumento para recortar costes se quedarán con un talento desperdigado; quienes la entrenen con visión y la sostengan en valores sólidos, cimentarán un crecimiento ético y duradero. Más allá de lo técnico, la verdadera disyuntiva radica en decidir si queremos una IA que reemplace o que eleve. Ese dilema, al fin y al cabo, no se resuelve con parámetros matemáticos, sino con una elección profundamente humana.
Tribuna de Sara Orra, directora de Operaciones y cofundadora de Trioteca