Con el trepidante auge de las inteligencias artificiales (IA), no parece ser tan descabellada la idea de que estas máquinas, en la expansión de su influencia, pudiesen apoderarse de un lugar tan icónico como Wall Street. De hecho, hubo un día, hace casi 40 años, en que esto ocurrió. Y fue sin inteligencia artificial.
Algo natural que pasa por la mente de cualquier portfolio manager es la idea de poder proteger su cartera de inversión. Para ello existen diversos vehículos financieros que ayudan a mitigar riesgos. Entre ellos están las llamadas opciones, un clásico instrumento que se transa desde hace más de tres siglos. Incluso hay una historia que dice que Tales de Mileto compró una opción para usar prensas de oliva un par de siglos antes de Cristo.
Las opciones son contratos que le otorgan al portador el derecho de comprar (o vender) algo (el subyacente de la opción) a un precio preestablecido en el contrato, al llegar una fecha determinada. Si llega la fecha y el valor de mercado del artículo es menor (mayor) al indicado en el contrato, no es necesario ejercer el derecho a comprar (vender). Es claro que este contrato puede o no generar valor a quien lo posee, pero no pérdidas adicionales a su costo de compra.
La naturaleza de las opciones las vuelve candidatas ideales para proteger una cartera, pues basta con tener opciones de venta de mis instrumentos en cartera, de forma que, si bajan mucho de precio, simplemente las vendo ejerciendo la opción.
Es curioso que, si bien estos contratos llevan mucho tiempo siendo transados, hace apenas 50 años no se conocía una forma de valorarlos de manera consistente. Fue gracias a la teoría de Black, Merton y Scholes que se logró dar con una fórmula para valorar estos instrumentos, lo cual significó el Nobel en el año 1997 para Robert Merton y Myron Scholes. Fischer Black, a esa fecha, ya había fallecido.
Esta teoría no solo explica cómo calcular el precio de las opciones, sino que también entrega una estrategia para construirla sintéticamente a partir del instrumento subyacente y un depósito. Esto siempre y cuando el precio del subyacente no varíe mucho. En general los precios siempre cambian y es necesario recalibrar la opción sintética. Como esto es un cálculo con fórmulas, es un trabajo ideal para un computador.
Este cálculo alcanzaría un punto crítico en octubre de 1987, cuando la bolsa de valores de Estados Unidos tuvo unas caídas que hicieron necesario un reajuste en los seguros sintéticos.
Entonces ocurrió lo impensado.
El problema fue que los algoritmos indicaban que, para reajustar sus seguros, tenían que vender las acciones subyacentes. Esto desencadenó que los precios siguieran bajando y, por ende, los seguros tuviesen que ser recalibrados nuevamente. Así se generó una bola de nieve entre que los precios caían y los replicadores de opciones salían a vender, haciendo bajar más los precios.
Esta bola de nieve ordenada por los computadores causó pérdidas que se estiman en el orden de 1,7 trillones de dólares. Pero no fue un ataque de los computadores a la humanidad, sino que más bien un uso descuidado de algoritmos. En este caso había un riesgo no considerado: que las opciones utilizadas como seguros eran más difíciles de construir cuando más se necesitaba que funcionara el seguro. Esto puede pasar con cualquier tecnología actual, pues todo modelo o tecnología tiene sus límites y riesgos, y es importante conocerlos bien.
Entramos desde hace tiempo a un mundo de avanzadas tecnologías y esa convivencia no se ha terminado de construir ni de dimensionar. Atender los riesgos y proyectar sus alcances es algo que se hace cada vez más difícil si pensamos que las máquinas entran en una fase de creación de sus propios algoritmos, con su propio aprendizaje.
Desde la vez que el computador Deep Blue venció a Gary Kasparov, en 1997, la máquina, creando sus propios algoritmos, no puede ser vencida por el ser humano. Y si quisiéramos saber cómo gana, simplemente no lo entenderíamos.
Las máquinas de inteligencia artificial siguen este mismo rumbo y es muy posible que, con el desarrollo de sus propios algoritmos, los humanos no entendamos lo que ellas piensan en función de las finanzas, ni mucho menos, como si fuera una fantasía distópica, podamos darnos cuenta de si van o no a tomarse Wall Street.
Esta columna fue escrita por LVA Indices