En los últimos meses ha habido mucho movimiento respecto de la armonización fiscal internacional. El anuncio a principios de abril de Joe Biden sobre una amplia reforma de la fiscalidad de las empresas en Estados Unidos -el «Made in America Tax Plan»- puso fin a varias décadas de constantes disminuciones de los tipos del impuesto de sociedades. Y a principios de junio, el acuerdo alcanzado por el G7 sentó las bases de un marco internacional para la fiscalidad de las empresas multinacionales.
Estos acontecimientos son, quizás, los primeros hitos de un nuevo ciclo de armonización fiscal internacional tras «treinta años de carrera a la baja en el impuesto de sociedades», en palabras de la secretaria del Tesoro estadounidense, Janet Yellen.
Desde principios de los años 80, la competencia fiscal es cada vez mayor
Desde principios de la década de 1980, el ciclo de desregulación ha llevado a una mayor competencia fiscal entre los Estados y, como resultado, a una disminución gradual de los tipos efectivos del impuesto de sociedades. Así, el tipo medio mundial del impuesto de sociedades ha descendido del 40% en 1980 al 24% en 2019, según JP Morgan Cazenove (The Long-View: Towards a global minimum corporate tax?, abril 2021).
Los pros y los contras de esta competencia fiscal son discutibles. Sus defensores la verán como una protección contra la supuesta tendencia de los gobiernos a aumentar la presión fiscal sobre las empresas. Los detractores señalarán la falta de equidad en la fiscalidad entre los distintos agentes económicos. Independientemente de la opinión personal, es un hecho que la competencia fiscal representa una pérdida de ingresos para los Estados y erosiona su capacidad para aplicar las políticas públicas.
En efecto, la OCDE estima que esta pérdida de ingresos representa entre 100.000 y 240.000 millones de dólares al año en su región y entre 500.000 y 600.000 millones de dólares al año a escala mundial, lo que es muy significativo.
Ante la erosión de su base imponible, los Estados han reforzado progresivamente los mecanismos de lucha contra la optimización fiscal en las dos últimas décadas. En 2000, la OCDE publicó por primera vez una lista de paraísos fiscales. Después, en 2009, el G20 estableció en Londres el principio de sanciones contra las jurisdicciones que no colaboren en materia de secreto bancario.
En 2015, la OCDE lanzó su «marco inclusivo sobre la erosión de la base y el traslado de beneficios (BEPS)», que coordina los esfuerzos de 125 países para reducir la optimización fiscal. Por parte de la UE, la directiva ATAD de lucha contra la evasión fiscal que entró en vigor en 2019 ya ha limitado algunas prácticas comunes de optimización. Además, actualmente se está debatiendo en el Consejo un proyecto para establecer una base imponible consolidada común del impuesto de sociedades (BICCIS).
La iniciativa Biden: un tipo impositivo para las empresas de al menos el 15%
A principios de abril, en una cumbre del G20, Yellen anunció con rotundidad que se estaba trabajando en la fijación de un tipo impositivo mínimo para las empresas. A finales de ese mes, el gobierno de Biden volvió a mostrar su determinación al proponer que los países miembros de la OCDE adoptaran un tipo de al menos el 15%, con el objetivo explícito de elevarlo al 21%.
Y finalmente, a principios de junio, los ministros de finanzas de los países del G7 anunciaron un acuerdo sobre un tipo impositivo mínimo mundial. A pesar de varias reacciones negativas aquí y allá, este acuerdo representa realmente un avance en la coordinación internacional sobre el impuesto de sociedades, y podría ser un punto de partida en el camino hacia la reforma global.
El acuerdo incluye dos pilares. El primero establece esencialmente el derecho de las jurisdicciones a gravar a las empresas multinacionales en función del país donde se realizan los ingresos, y no donde se declaran los beneficios. Se trata de una medida especialmente eficaz para la fiscalidad de las empresas digitales multinacionales. Y, de forma más general, esto reduciría el incentivo del traslado de beneficios a países de baja tributación.
El segundo pilar otorga a las jurisdicciones un derecho de «devolución de impuestos» cuando otras jurisdicciones en el extranjero apliquen un nivel inferior de imposición sobre la renta. Esta medida crearía de facto un tipo mínimo de impuesto de sociedades a nivel mundial para las empresas multinacionales, dejando de lado a muchos paraísos fiscales.
El diablo se esconde, quizás, en los detalles
En cualquier caso, el acuerdo del G7 supone un gran avance en materia de armonización fiscal internacional. Dicho esto, es posible que aún no suponga un verdadero desbarajuste para la optimización fiscal. Una primera limitación de este acuerdo es que sólo se aplica a las empresas que superan un umbral de margen de beneficios del 10%, y sólo al 20% de los beneficios obtenidos por encima de este umbral. Esto significa que una empresa como Amazon, por elegir el ejemplo más mediático, puede no verse afectada. Yellen lo ha negado. Sin embargo, queda por ver cómo harán las jurisdicciones para que no ocurra.
Los detalles del acuerdo serán determinantes. Un punto clave será si el convenio final incluye un enfoque conocido como «segmentación», lo que significa que las jurisdicciones podrían calcular los impuestos en función de los ingresos de las empresas por segmento, y no sólo a nivel de empresa. Esto es especialmente relevante para empresas como Amazon, donde una división es muy rentable, mientras que el margen de beneficios de la entidad en general está por debajo del umbral del 10%. En el primer pilar, estos «detalles» serán decisivos.
A continuación, los miembros del G7 tendrán que convencer a otros países -y especialmente a China- para que se sumen al acuerdo, empezando por las finanzas del G20. El acuerdo también tiene que ser aprobado en el Congreso de Estados Unidos. A nivel de la UE, podría convertirse en ley bajo la presidencia francesa del Consejo, durante el primer semestre de 2022.
En cualquier caso, el acuerdo del G7 seguirá siendo un paso histórico. Sienta las bases de un marco fiscal internacional para el siglo XXI, adaptado a una economía globalizada y digitalizada. Algunos han criticado el tipo del 15% por considerarlo demasiado bajo, ya que la mayoría de las empresas multinacionales ya lo cumplen. Sin embargo, este acuerdo es un primer paso y establece instrumentos para hacer frente a las formas más agresivas de optimización del impuesto de sociedades.
La pandemia como desencadenante, pero una tendencia a medio plazo
La iniciativa de Biden, y las declaraciones que la acompañan, marcan un punto de inflexión en la actitud de la administración estadounidense hacia la optimización fiscal y las empresas multinacionales en general. El nuevo voluntarismo estadounidense podría iniciar un ciclo de aumento de la presión fiscal sobre las empresas, de endurecimiento de la normativa y de armonización fiscal internacional.
El fuerte impacto económico de las medidas anti-COVID ha obligado a los gobiernos a poner en marcha costosos planes de estímulo, a pesar de que su margen presupuestario es limitado en la mayoría de los casos. En este contexto, la administración Biden ha expresado claramente su voluntad de encontrar esos recursos presupuestarios adicionales -hasta 2 billones de dólares- mediante subidas del impuesto de sociedades. Las nuevas medidas contra la optimización fiscal desempeñan un papel esencial en este sentido, ya que deben impedir que las empresas consigan evitar estas subidas de impuestos.
A medio plazo, más allá de la crisis de la COVID-19, y dado el contexto político estadounidense, crítico con el aumento de la desigualdad, cabe esperar que el impulso contra la optimización fiscal continúe en Estados Unidos, así como en la mayoría de los países de la OCDE. Estos cambios estructurales pueden seguir repercutiendo en los mercados financieros en los próximos años y podrían anunciar una progresiva recuperación del control de los gobiernos sobre las empresas multinacionales.
Tribuna de Florent Griffon, especialista en inversión responsable de DPAM