Desde finales de 2019, las preocupaciones comerciales se habían calmado y los flujos de capital se habían vuelto positivos. Sin embargo, un shock exógeno estropeó la fiesta. En la segunda quincena de febrero, a medida que el número diario de casos de COVID-19 comenzó a aumentar fuera de China, el pánico se apoderó de los mercados de valores, con correcciones diarias como no se habían visto desde la gran crisis financiera mundial.
Por ejemplo, el pasado 28 de febrero se negociaron más de 100.000 millones de dólares en el S&P 500 ETF, mientras que el índice de volatilidad saltó por encima de 40, eclipsando el nivel visto por última vez a finales de 2018 e indicando niveles de capitulación. Las retiradas de dinero de fondos de renta variable por encima del 15% son poco frecuentes fuera de una contracción económica prolongada. Y, hasta ahora, hay pocas razones para esperar que el coronavirus empuje la economía de los EE.UU. hacia una recesión.
Como no existe un marco de referencia histórico para el coronavirus (típico de un suceso de «cisne negro»), es difícil evaluar el impacto del brote, su duración y la eficacia de las medidas adoptadas para contenerlo en última instancia. Empresas de todo el mundo han emitido advertencias sobre el impacto del virus en sus beneficios, pero muy pocas han podido cuantificar los efectos más allá del próximo trimestre.
Sin embargo, si observamos las crisis exógenas del pasado, vemos que las disrupciones económicas pueden ser considerables, pero, normalmente, de corta duración. El PMI manufacturero de China cayó en febrero por debajo de 36 (más bajo que durante la crisis), lo que demuestra el impacto extremo del brote, pero el mercado de acciones clase A se encogió de hombros ante esta situación negativa, ya que las infecciones diarias en China han alcanzado su punto máximo y se han aplicado medidas de liquidez. En lo que va de año, ese mercado ha recuperado todas sus pérdidas.
En cuanto a los mercados de renta variable de los países desarrollados, esperamos que el nerviosismo continúe mientras las infecciones no hayan alcanzado su punto máximo, ya que la crisis podría durar más tiempo que en China porque es más difícil cerrar ciudades enteras en esos países. La continua reducción del riesgo beta de las estrategias sistemáticas también podría alimentar la alta volatilidad.
Como inversores a largo plazo, si miramos más allá de los próximos meses, estamos dispuestos a incrementar nuestras inversiones en empresas cualitativas que sean capaces de crecer a lo largo del ciclo; que tengan ventajas competitivas, un apalancamiento relativamente bajo y una baja vulnerabilidad a las fuerzas disruptivas; y que sean idealmente capaces de capitalizar los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas. Curiosamente, estas compañías se han mantenido en esta ruta reciente del mercado.
Por último, pero no por ello menos importante, nos gustaría subrayar el hecho de que la brecha de rentabilidad (rentabilidad de los dividendos mundiales – rentabilidad de EE.UU. a 10 años) se acerca al 2%, un nivel que se vio por última vez en 2009 y 2011. Históricamente, este nivel ha resultado ser un importante apoyo de valoración y ha coincidido con un punto de inflexión en los retornos de la renta variable (después de, al menos, algo más de dos meses).
Tribuna de Alexander Roose, responsable de renta variable internacional de DPAM