A comienzos de 2018 no esperaba que las disputas comerciales pudieran ser una preocupación de primera índole para los mercados internacionales, y creo que mucha gente compartía esta visión. Dicho de forma sencilla, el comercio es algo más que un juego de suma cero y, por lo tanto, resulta conveniente preservar los acuerdos internacionales y los organismos que sostienen y fomentan el libre intercambio de bienes y servicios. Desafortunadamente, esa visión no parece compartirla el equipo del presidente estadounidense Donald Trump.
En opinión de la administración estadounidense, el problema comercial debe enfrentarse como un desafío estratégico para EE.UU., de modo que el país aborde el hecho de que a China las cosas le han ido desmesuradamente bien desde que se adhirió a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001, desarrollando presuntamente unas prácticas comerciales que serían totalmente inaceptables para cualquier otro país. Algunos comentaristas llegan a sugerir que esta política constituye una respuesta inevitable ante la inquietud que despierta desde hace tiempo el rápido desarrollo de China y que habría ocurrido aunque Trump no hubiera salido elegido.
Considero que la situación podría evolucionar de dos formas, dependiendo de las motivaciones detrás de las medidas actuales de las autoridades. En primer lugar, podría suceder que la política estadounidense tenga como objetivo obligar a China a abandonar lo que se consideran unas prácticas comerciales injustas, ya sea robando propiedad intelectual o imponiendo a las empresas estadounidenses la formación de sociedades conjuntas con empresas del país. Esta presión tiene como meta equiparar las condiciones y fomentar la competencia leal entre las empresas de los dos países. Este escenario podría no tener un desenlace tan malo, aunque a corto plazo su consecución provocaría fricciones y volatilidad en los mercados.
Disputa a largo plazo
El segundo escenario, y también el más preocupante, es que esta postura estadounidense parta de la premisa de que China es un nuevo rival cultural, militar, político y económico al que es preciso parar los pies. Concretamente, podría existir el miedo a que China se convierta en una superpotencia rica y tecnológicamente avanzada que cuestione la hegemonía de Estados Unidos. Si la prioridad de EE.UU. a partir de ahora es frenar el desarrollo económico de China, entonces podríamos estar ante una disputa larga, agotadora y potencialmente amarga.
Si EE.UU. persigue el objetivo estratégico de poner freno a China, entonces tal vez ninguna de estas medidas de tipo comercial pretenda propiciar la igualdad de condiciones, sino contener a un rival.
Obviamente, existen otros posibles desenlaces, dependiendo de las motivaciones de las autoridades estadounidenses, pero cualquiera de los dos escenarios anteriores debería dar a los inversores tiempo para considerar los riesgos de conjunto. La segunda vía sería muy difícil de emprender, pero tal vez las autoridades estadounidense estén dispuestas, de hecho, a pagar un precio para conseguir sus objetivos estratégicos, y ese precio sería poner en peligro el orden económico relativamente estable liderado por EE.UU. que ha disfrutado el mundo durante los últimos 35 años.
Intenciones desconocidas
Los mercados se han acostumbrado a un mundo globalizado donde el capital puede buscar y aprovechar cualquier ventaja concebible en costes y calidad de producto, y los costes que a medio y largo plazo supondría dar marcha atrás a esta era en nombre del nacionalismo serían considerables. Pero dependiendo de las intenciones que escondan los ataques comerciales actuales de EE.UU. contra China, los inversores tendrán que valorar cómo las políticas proteccionistas podrían afectar a las decisiones del sector empresarial en general.
Sin la certidumbre del orden económico y mundial liderado por EE.UU., no está claro qué pasos darán las empresas. Esta cuestión podría ser un problema para los próximos años y podría adoptar, en lo que respecta a los inversores, el aspecto de una mayor volatilidad, mayores primas de riesgo y menores tasas de crecimiento.
Desde el punto de vista de China, estamos ante un asunto sensible, y con razón. El país no tiene intención de seguir siendo un país de renta media, como Brasil o Rusia.
Para alcanzar la próxima etapa de su desarrollo, la economía china necesita entrar en sectores de mayor valor añadido, lo que incluye el diseño y fabricación de vehículos eléctricos, semiconductores y aeronaves. El apoyo estatal a estos sectores es vital. Aunque eso podría interpretarse desde el punto de vista estadounidense como un factor que distorsiona la igualdad de condiciones, China lo considera una forma de contrarrestar las ventajas naturales de EE.UU., como la estrecha relación entre sus prestigiosas universidades y su tejido industrial.
Las disputas comerciales siguen siendo un riesgo importante para los inversores, pero está por ver si las consecuencias de las tensiones constantes serán lo suficientemente importantes como para tener implicaciones de calado en los mercados. China y EE.UU. se enfrentan a estos problemas desde perspectivas muy diferentes y es muy posible que surjan malentendidos. Eso eleva las probabilidades de que se produzca un suceso que afecte a los mercados. Ahora parece existir una divergencia entre los intereses estratégicos de China y EE.UU. y durante los próximos meses será importante estar atentos a los riesgos extremos que se derivan de ello.
Bill McQuaker es gestor de fondos multiactivo de Fidelity.