Al igual que con cualquier inversión, el capital está en riesgo. La rentabilidad histórica no es indicativa de rentabilidades futuras. En la última década, factores favorables como la globalización, las bajas tasas de interés y numerosos cambios disruptivos han fomentado el crecimiento económico en general y el rendimiento de las empresas de crecimiento en particular. Sin embargo, en la actualidad, algunos factores macroeconómicos, como la geopolítica y la política monetaria, han ensombrecido el panorama de las empresas de crecimiento. A pesar de esto, somos optimistas ya que creemos que las empresas que seguirán destacando en el mercado bursátil serán las que mejor aprovechen los cambios en la tecnología, los modelos de negocio y el comportamiento de los consumidores. Son muchos los datos que respaldan nuestro optimismo.
Tal y como afirmaba Joseph Schumpeter, las empresas y las sociedades se encuentran en un estado constante de innovación y transformación. Este proceso de «destrucción creativa» es un elemento inherente y esencial del capitalismo, ya que permite sustituir tecnologías y modelos de negocio obsoletos por otros más nuevos y eficientes.
Por otra parte, esto es también es un elemento fundamental de la naturaleza humana ya que nuestra curiosidad nos empuja a investigar e invertir en el futuro. Nuestro carácter social nos permite compartir conocimientos y abordar problemas de forma conjunta, lo que en última instancia mejora nuestro rendimiento individual. Además, los avances de la humanidad aumentan rápidamente cuando nuestras poblaciones son más numerosas y están mejor formadas y conectadas. Gaia Vince destaca esta conexión en su libro Trascendencia, donde explica que esto se debe a la frecuencia y la difusión de las buenas ideas.
Las «olas de cambio» desarrolladas por el Foro Económico Mundial (FEM) muestran que la acumulación de conocimientos a lo largo de generaciones hace que cada revolución genere más valor que la anterior. Desde una perspectiva de inversión, es importante que no consideremos estas revoluciones de forma aislada, sino como etapas sucesivas en la historia en curso de la innovación humana.
En esta fase moderna de la revolución industrial, tecnologías como la inteligencia artificial (IA), la edición genética y la robótica avanzada confluyen para eliminar las fronteras entre los mundos físico, digital y biológico. Por ejemplo, el genoma humano se decodificó en 2003 gracias a una serie de innovaciones anteriores, como el descubrimiento de la doble hélice por Watson y Crick, el método de secuenciación de Sanger y la iniciativa coordinada internacionalmente del Proyecto Genoma Humano. Estos avances han creado oportunidades industriales totalmente nuevas para el sector sanitario, las cuales ya están siendo aprovechadas por una nueva generación de empresas de crecimiento.
Nosotros invertimos en algunas de ellas. Moderna, por ejemplo, es una empresa que utiliza el conocimiento acumulado por la humanidad sobre genética para desarrollar nuevos tratamientos con ARN mensajero. También es pionera la compañía europea Genmab, que está realizando grandes avances en la inmunoterapia para tratar el cáncer.
Otro ejemplo es el progreso de innovación en energías renovables. La energía solar es cada vez más eficiente y el rápido descenso de su precio la hace muy atractiva para los consumidores e inversores. Asimismo, se está avanzando en la distribución y el almacenamiento de electricidad. Se prevé que el consumo mundial de electricidad se duplique en 2035 y triplique en 2050. Por lo tanto, la transición energética se está convirtiendo en una enorme oportunidad económica. Algunas de las posiciones que mantenemos, como la compañía israelí de inversores solares SolarEdge, la danesa de turbinas eólicas Vestas y el fabricante estadounidense de vehículos eléctricos y almacenamiento estático Tesla, son ejemplos de innovaciones en el campo de las energías renovables que están experimentando un gran auge comercial.
Gracias a los estudios del profesor Hank Bessembinder de la Universidad Estatal de Arizona, sabemos que las rentabilidades de las acciones son altamente asimétricas. De las 60.000 empresas que cotizan en bolsas de todo el mundo, solo alrededor de 900 han generado un patrimonio neto superior al valor de los bonos del Tesoro de EE. UU. entre 1990 y 2018, que asciende a 45.000 millones de dólares. Por lo tanto, en Baillie Gifford nos centramos en este reducido número de empresas.
El cambio no surge de la nada; requiere inversión en investigación y desarrollo, además de paciencia, ya que las acciones que mejor se comportan a largo plazo suelen ser las que más fluctúan a corto plazo. Sin embargo, la paciencia no es algo que nos caracteriza a los seres humanos; esto es otra parte del desarrollo evolutivo que nos ha llevado a destacar en innovación. La impaciencia es una característica evidente del mercado bursátil, donde el periodo medio de inversión en una empresa es inferior a un año, un plazo que dista mucho de ser suficiente para que las ventajas competitivas de una empresa se traduzcan en un crecimiento sustancial.
Podríamos decir que la mejor solución a este problema sería algo así como la institucionalización de la paciencia. En este sentido, el equipo directivo debe adaptar la cultura de una empresa a una perspectiva a largo plazo; y esta idea también se aplica a los gestores de activos, como es nuestro caso. Los resultados positivos obtenidos a lo largo de los años por las empresas que destinan más capital al crecimiento que a la distribución a sus accionistas demuestran que invertir en innovación es la clave del éxito.
Para ilustrar esta afirmación, pensemos en Intel en la década de los setenta. Los años setenta fueron muy complicados desde el punto de vista económico: conflictos armados, crisis del petróleo, inflación, desempleo, lento crecimiento económico y dificultades en la transición de la industria manufacturera a una economía de servicios. Sin embargo, el precio de las acciones de Intel se multiplicó casi por veinte durante esta difícil década, lo cual se consiguió gracias a la destrucción creativa. Intel supo detectar la revolución que iba a producirse en el sector de los ordenadores personales, invirtió grandes sumas en el desarrollo de sus fantásticos microprocesadores 8080 y 4004, y aumentó rápidamente sus beneficios, lo que se tradujo en un incremento de la cotización de sus acciones.
He elegido un ejemplo de hace 50 años porque es comparable a la situación actual. Puede que el entorno macroeconómico de la década de 2020 se haya vuelto más complejo, pero el cambio sigue siendo un potente motor de crecimiento hoy en día, gracias a la revolución industrial de nuestra generación.
La combinación del ingenio humano y la escalabilidad de tecnologías está generando un enorme potencial. En la revolución industrial moderna en la que nos encontramos, esperamos ver una gran demanda en ámbitos como informática acelerada, inteligencia artificial, drones, tecnología limpia y tecnología biológica. Por tanto, como inversores, debemos ser pacientes. Las oportunidades que se nos presentan como inversores de crecimiento siguen siendo más apasionantes que nunca.
Tribuna de Hamish Maxwell, experto en inversiones de Baillie Gifford.
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