Por décadas, América Latina ha vivido balanceándose en un paradójico equilibrio. Por una parte, en la expectativa del enorme potencial que se deriva de una comunidad de más de 660 millones de habitantes y del acceso a abundantes recursos naturales y, por la otra, en una realidad que sistemáticamente parece confirmar las dificultades para materializar esa capacidad económica latente.
Durante la pandemia del COVID-19, Latinoamérica fue la región más afectada del mundo, no solo desde el punto de vista sanitario, sino también desde la perspectiva del efecto económico que acarrearon las medidas de control implementadas. La caída del PIB regional en 2020 (-6,7%) fue muy superior no solo al promedio mundial (-3,3%), sino incluso al conjunto de otras regiones emergentes del mundo: África Subsahariana (-2,0%), Europa Emergente (-3,8%), África Occidental y Central (-3,8%), Oriente Medio y África del Norte (-3,9%) o el Sudeste Asiático (-5,2%).
Más aún, la recuperación registrada por la economía latinoamericana en 2021 apenas consiguió superar la caída del año previo en 0,08%, nuevamente muy por debajo del promedio global que fue de 2,5 puntos. Todo ello condujo a que, hacia finales de 2021, casi el 13% de la población latinoamericana se ubicara en una situación de pobreza extrema, luego de que apenas un lustro atrás esa proporción había logrado reducirse a solo el 7,8%.
Lo cierto es que, incluso antes de la irrupción de la crisis sanitaria en 2020, la economía latinoamericana ya venía mostrando signos de debilidad. Entre 2014 y 2019, la tasa promedio de crecimiento real del PIB de la región se había situado en 0,3%, y en 2019 esta fue de solo el 0,1%; dinámica que estuvo muy por debajo de la tasa inercial de crecimiento de medio plazo de la región que se sitúa en torno al 2%. En este comportamiento influyó la debilidad del crecimiento global de esos años, así como el deterioro de los términos de intercambio que resintieron los países latinoamericanos de la mano de la desvalorización de sus monedas. Además, por encima de la coyuntura, siguieron pesando los problemas de naturaleza estructural no resueltos en la región: el bajo nivel de PIB per cápita, las dificultades para elevar los niveles de productividad y la enorme desigualdad económica y social.
Y si la pandemia creó un entorno desfavorable para el crecimiento económico de la región, la postpandemia está configurando otro igualmente complejo: en el terreno geopolítico, la incertidumbre por el futuro de la guerra en Ucrania y sus consecuencias sobre la economía global; en el ámbito de la política económica, la duración y efectos de la política monetaria restrictiva que los bancos centrales aplican para contener las presiones inflacionistas, así como las limitaciones de la política fiscal para actuar como instrumento anticíclico; y en el terreno político, el fortalecimiento de los populismos con capacidad de magnificar estos impactos desfavorables en el medio y largo plazo.
Así, las perspectivas de crecimiento de América Latina, si bien han mejorado marginalmente para 2022 (3,5%), se muestran menos optimistas rumbo a 2023, situándose en una horquilla que podría oscilar entre 1,7% y 0,8%, en los escenarios base y estresado.
Operando para materializar el escenario menos favorable están: la inflación y el deterioro del poder adquisitivo; la política monetaria restrictiva que, por la vía de condiciones financieras más taxativas, conducirá a un menor consumo e inversión, así como a un mayor servicio de la deuda pública y privada; la menor liquidez global que dificultará la refinanciación de la deuda de los gobiernos y corporativos de la región; una política fiscal carente de espacio y que, de persistir, podría generar mayores desequilibrios fiscales y el consecuente aumento de las primas de riesgo; y, por último, el menor dinamismo de la economía de los Estados Unidos, que afectará la demanda externa de las economías de México y Centroamérica, así como el de la economía china, con especial impacto para los países del Cono Sur.
En el sentido opuesto, a favor de un mayor dinamismo de la economía de América Latina en 2023, hay también algunos factores. Está, en primer término, la ventaja coyuntural del mayor precio de las materias primas que, para los países exportadores netos de estas, ofrece una fuente excepcional de ingresos. Se trata de excedentes que debieran dirigirse a atender temas estructurales (reducción de la deuda, ampliación de infraestructuras, creación de capital humano), pero que, en el marco de las gobernanzas que dominan la región, compiten con la tentación del aumento de las transferencias directas a la población que, si bien atenúan las necesidades de corto plazo, limitan los efectos positivos de medio y largo plazo sobre el empleo y el ingreso.
Asimismo, a favor están también fenómenos como la relocalización de las cadenas de suministro globales (nearshoring); proceso que, en primera instancia, resulta relevante para los países latinoamericanos más vinculados a la economía estadounidense, pero que también abre la posibilidad a muchas otras economías de la región de lograr una nueva y mejor inserción en las cadenas globales de valor, así como la posibilidad de poner en marcha acuerdos para elevar la integración económica y comercial intrarregional.
En síntesis, en un entorno de riesgos a la baja, el panorama se anticipa complejo. Claramente, la economía de la región se verá afectada en 2023 por la desaceleración de la actividad global. A pesar de ello, algunos de los factores positivos antes señalados no solo podrían ayudar a contrarrestar en parte este efecto, sino también, y más importantemente, a abrir nuevas vías para fortalecer las bases de crecimiento en el largo plazo, en especial en el terreno de la integración comercial global e intrarregional. Por ahora, América Latina deberá seguir luchando contra el anatema del permanente desafío económico y contra el fantasma de una nueva “década perdida”. La potencialidad de la región está allí; lo que pareciera seguir faltando es el conjunto de políticas económicas correctas para hacerla realidad.
Artículo de Manuel Aguilera, director general de MAPFRE Economics.