El ‘gatopardismo’ o `lampedusismo’ se estudia en las carreras de Ciencias Políticas como el “hecho de cambiarlo todo para que nada cambie”. Esta es la idea que despliega y desarrolla El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que al empezar a escribir la novela quería relatar 24 horas en la vida de un aristócrata italiano, las del día del desembarco de la Expedición garibaldina de los Mil en Sicilia en mayo de 1860. Sin embargo, la narración se apodera de él y termina narrando cincuenta años de la historia de su familia -desde 1860 hasta 1910-. Demos gracias a Lampedusa por dejarse llevar y regalarnos una de las mejores novelas de la literatura italiana del siglo XX.
Para los aficionados al gran cine clásico, el primer acercamiento a El Gatopardo casi seguro que llegó a través del cine. En 1963, cinco años después de que se publicara la novela, Luchino Visconti filmó su versión cinematográfica con tres actores monumentales: Burt Lancaster, Alain Delon y Claudia Cardinale en los papeles del príncipe Salina, su sobrino Tancredi y la bellísima Angelica.
Visconti supo plasmar la fuerza y la tristeza de los dos protagonistas esenciales del libro: primero el príncipe, ese gatopardo anacrónico que se da cuenta de que su mundo se desmorona y se ve reemplazado por una clase social nueva en la que solo manda el dinero; y en segundo lugar Sicilia, pero no la Sicilia a la que nos tienen acostumbrados los brochures turísticos (Taormina, el Etna, los templos griegos), sino la Sicilia polvorienta, cochambrosa y atormentada por el sol. La Sicilia de los campos en los que caza el príncipe, de los pueblos decadentes, las mujeres de luto, y de nuevo el polvo que lo cubre todo.
De la conjunción de estos dos personajes –el príncipe y Sicilia-, Lampedusa crea un espacio mítico que no se aleja del Macondo irreal y mágico de Gabriel García Márquez en Cien Años de Soledad pero a la siciliana, con el palacio Salina de Donnafugata en el centro. Ese palacio en el que se pierden Tancredi y Angelica explorando su amor, y del que el príncipe se jacta de no conocer todas sus estancias, pues, como solía decir: “Un palacio del que se conocen todas las habitaciones no constituye una morada digna”.
La primera noche en Donnafugata
Será Donnafugata el escenario de este menú literario. En la tarde en la que llegan al pueblo después de varios días de penoso viaje atravesando las montañas en pleno mes de agosto de 1860, la banda municipal les da la bienvenida con un “extravagante y afectuoso saludo” tocando Noi siamo zingatelle, coro de la Traviata de Verdi. Tras tan formal recibimiento, en el que el príncipe recibía de nuevo las llaves de su palacio, venía la primera cena, que debía ser un “acontecimiento solemne: los hijos menores de quince años eran excluidos de la mesa, se servían vinos franceses, antes del asado se bebía el ponche a la romana, los criados llevaban peluca empolvada y calzón corto”.
Hasta aquí, todo emana ancien regime y aristocracia, pero vamos a ver cómo todo está cambiando. A la cena asisten este año las fuerzas vivas del pueblo, y el príncipe, para no hacerles un feo, deja de lado el frac que sería lo correcto en una cena en la que asisten damas, hasta que le avisan de que el alcalde Sedara, un advenedizo burgués enriquecido con la llegada de los garibaldistas, ¡ha aparecido en frac! Podemos decir que al príncipe le da más pavor ver a Calogero Sedara vestido de frac que el desembarco de Garibaldi en Marsala.
Adios al potage, hola al timbal de macarrones
La cena se va animando. Hace su aparición Angelica, la hija del alcalde, rompiendo por completo el protocolo. Ha sido educada en Florencia y, además de ser bellísima, su comportamiento es impecable al menos hasta que se sobre excita por “las luces, la comida y el chablis”. El padre ha sabido dónde debía gastar el dinero para colocar a su hija. Esta cena solo es posible porque ha ganado Garibaldi, si no sería impensable. Concetta, la hija del príncipe que supuestamente era para el apuesto Tancredi, se ve adelantada sin darse cuenta y pierde al novio mientras se sirve un timbal de macarrones.
¿Y por qué es tan importante el timbal de macarrones? Es el propio príncipe el que decide que sería una falta de educación ofrecer a unos invitados sicilianos, en un pueblo del interior, “una comida que se iniciase con un potage” -en francés en el original-, por eso decide cambiar el menú y aparecen los criados con peluca empolvada llevando “una enorme bandeja de plata ocupada por un imponente timbal de macarrones”.
El timbal de macarrones es un símbolo de que el poder y esplendor de los Salina, que venía de Palermo, es ahora compartido con el alcalde advenedizo, con la burguesía. Al príncipe este plato ‘preferido’ le desagrada en cierto modo. Le parece que el demiglace está demasiado cargado, ¿por qué será? Quizás porque tiene que compartir mesa con el alcalde. Con esta escena Lampedusa ha convertido uno de los platos más populares de la Sicilia del interior en un símbolo de unificación italiana.
Al día siguiente Tancredi inicia el cortejo de Angelica regalándole unos melocotones cultivados en la huerta del príncipe. Esta fruta, que mediante un injerto produce la nectarina, simboliza la mezcla de dos familias y dos clases, y certifica que los Salina son un clan en descomposición.