No son pocas las leyes que rigen la toma de decisiones en las salas de juntas, pero existe una, conocida como “Ley de Parkinson de la trivialidad”, que todos los consejos de administración deberían contravenir activamente.
Esta ley, definida por el historiador C. Northcote Parkinson en 1957, afirma que el tiempo dedicado a cualquier punto de un orden del día será inversamente proporcional a su importancia.
Parkinson observó que un comité encargado de un proyecto complejo, como construir una central eléctrica, tenía muchas probabilidades de pasar la mayor parte de su tiempo discutiendo sobre cómo pintar el aparcamiento para las bicicletas de los empleados. Es una trampa en la que se cae fácilmente: las discusiones sobre centrales eléctricas, es decir, las que versan sobre problemas grandes, complejos y sujetos a muchas incertidumbres, resultan arduas y suscitan preguntas para las que no existen respuestas sencillas.
Sin embargo, para un consejo de administración que trata de gobernar el rumbo una empresa en este mundo tan incierto, nunca había sido tan importante infringir esta ley. Este esfuerzo determina si la próxima crisis debilita o refuerza a la empresa. Determina también si el negocio cabalga la ola de una nueva tendencia o es engullido por ella. Determina, por último, si el contrato social, esa licencia implícita y crucial que permite a una empresa existir en la sociedad, se ve fortalecido o erosionado con el paso del tiempo.
Se trata, pues, de cuestiones de supervivencia, algo que las empresas no tienen ni mucho menos garantizado. De las empresas que formaban el índice FTSE 100 original en 1984, solo siguen existiendo 30 en la actualidad. Entretanto, la vida media de una empresa perteneciente al índice S&P 500 ha mermado desde los 60 años de la década de 1950 a tan solo 20 años hoy en día. La supervivencia a largo plazo de las empresas no está garantizada y, como sugieren las cifras, ni siquiera es probable.
Como en las crisis anteriores, la pandemia de COVID-19 ha puesto de relieve la importancia de la capacidad de adaptación de las empresas. Todas las empresas pueden sufrir conmociones, tanto externas como internas. Una empresa que no esté preparada no lo superará. Así pues, un consejo de administración preocupado por la capacidad de adaptación haría bien en estudiar sus planes de continuidad del negocio, sus riesgos cibernéticos y si su balance puede lidiar con unas perspectivas macroeconómicas inestables.
Más allá de eso, pero igualmente necesario, se encuentra una alianza duradera con las sociedades en las que la empresa desarrolla su actividad. Eso obliga a formular algunas preguntas decisivas, por ejemplo si a los proveedores les asfixian las condiciones comerciales, incluso en periodos de bonanza, y si las prácticas laborales de la empresa trasladan la incertidumbre financiera desde su propio balance hasta los hogares de los empleados.
La siguiente consideración de un consejo de administración es determinar lo vulnerable que es un negocio a las tendencias disruptivas, algo para lo que se requiere una pizca de imaginación y diversidad de puntos de vista.
Un consejo de administración que busca cuestionar activamente las concepciones fuertemente arraigadas, en lugar de verse cada vez más limitado por ellas, multiplicará sus posibilidades de triunfar a largo plazo. Ahora sabemos que la experiencia vital de personas con diferentes bagajes -género, edad, raza, clase social, orientación sexual y muchas otras diferencias- contribuye a esa diversidad de ideas.
Con independencia de la forma que adopte ese cuestionamiento, cuando se combina con una cultura inclusiva e incentivos a largo plazo sirve para aumentar la flexibilidad y adaptabilidad del proceso de toma de decisiones del consejo de administración. Se trata de un componente esencial de la longevidad de las empresas.
La central eléctrica final tiene que ver con comportarse de una forma que preserve la confianza: con los empleados, con los proveedores y, obviamente, con los clientes.
Una forma de abordarlo es mirar más allá de los indicadores de rentabilidad a corto plazo e incorporar el impacto completo del producto o servicio que se suministra. A escala medioambiental, eso conlleva una evaluación exhaustiva de cuestiones como cuánta agua consume la empresa, cómo trata los residuos y qué grado de control posee el consejo sobre las emisiones de CO2.
Como inversores, tomamos nota de todo eso cuando evaluamos la longevidad de un negocio. Colectivamente, y con el paso del tiempo, estas consideraciones alterarán el coste del capital, que estará cada vez más ligado a la capacidad de una empresa para demostrar la sostenibilidad de su negocio.
En un momento en el que estamos enfrentándonos a una pandemia y al cambio climático, el propio capitalismo se encuentra en tela de juicio. Más de la mitad de la población situada en 28 países encuestados por Edelman en el marco de un informe publicado a comienzos de este año afirmó que el capitalismo, en su forma actual, hace más mal que bien. Solo el 18%, en todo el mundo, señaló que el sistema funcionaba.
El capitalismo es un catalizador. Ha dado a muchas personas las herramientas para mejorar sus vidas de la misma forma que lo ha hecho Internet, por ejemplo, pero como ocurre con la web, existe una anomalía que provoca que no consiga contener adecuadamente sus efectos negativos a largo plazo. En el caso del capitalismo, podríamos estar hablando de prácticas laborales deficientes o daños al medio ambiente.
Los consejos de administración tienen un papel protagonista que desempeñar a este respecto, un papel que en última instancia podría influir en las propias empresas y organizaciones que los consejos tienen la obligación de servir. Las empresas dan forma a la sociedad y se dejan dan forma por ella. Y los consejos dan forma a las empresas. Deben estar atentos a las amenazas existenciales -las centrales eléctricas- así como a los aparcamientos de bicicletas y liberarse de la Ley de Parkinson de la trivialidad.
Columna de Anne Richards, CEO de Fidelity International.
(*) Este artículo es una adaptación de un discurso pronunciado el 1 de octubre durante las conferencias “Moral Money” organizadas por el Financial Times.
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