No hace tanto tiempo, un coche era una máquina relativamente sencilla: un motor de combustión interna conectado a un tren de potencia, a su vez conectado a un bastidor, cuatro asientos, un poco de electrónica, un volante y un tubo de escape. Hoy en día, sin embargo, el humilde automóvil se ha convertido en algo mucho más sofisticado.
Los fabricantes de coches se han dado cuenta y perciben cada vez más sus productos no solo como un medio de transporte sino como auténticas plataformas de datos capaces de ofrecer conectividad instantánea a sus pasajeros y, más importante aún, de recopilar gran cantidad de datos personales que pueden ser guardados, catalogados, analizados y, finalmente, monetizados.
Esta transformación se hace patente en los numerosos acuerdos de colaboración que se están dando entre fabricantes de coches, gigantes tecnológicos, empresas de software, organismos de investigación, proveedores de telecomunicaciones y compañías de seguros.
Esta conexión entre el sector automovilístico y el big data es solo un ejemplo de lo que está por venir. Las empresas tecnológicas no quieren construir coches en el sentido tradicional de la palabra: quieren transformar cómo se construyen y cómo se utilizan. No obstante, aún está por ver si esa relación con los fabricantes será una relación simbiótica o no.
Este cambio no solo concierne al sector automovilístico. La misma situación –sectores de industria tradicional que están mutando gracias a la innovación tecnológica– se repite una y otra vez en diversos nichos sectoriales que, en su día, fueron muy estables. Por ejemplo, ¿Amazon es un comercio minorista o un proveedor de servicios en la nube? ¿Google es una empresa tecnológica o de servicios públicos? ¿Facebook una agencia de noticias, una red social o un proveedor de criptodivisas?
No son preguntas retóricas. La revisión de la clasificación industrial GICS (Global Industry Classification Standard) llevada a cabo por S&P Global y MSCI en septiembre de 2018 tuvo importantes consecuencias en la cotización de las empresas que hasta entonces se habían considerado tecnológicas. El cambio de nomenclatura, que las reclasificó en un nuevo sector llamado Servicios de comunicación se llevó por delante el 23% del valor de mercado de Apple, por ejemplo.
Según explica Amin Rajan, autor de un informe encargado por BNY Mellon Investment Management que analiza la relación entre el auge de la inteligencia artificial y el comportamiento de los inversores3, la revisión de GICS llegó tarde pero era necesaria. Pone como ejemplo a Walmart, que ya vende en línea casi tanto como Apple. Netflix ha invertido 13.000 millones de dólares en producir contenidos propios en 2019.
Y, sin embargo, las valoraciones de mercado siguen dependiendo de la clasificación sectorial hasta un punto que dejaría con la boca abierta a Benjamin Dodds, padre de la inversión value. Si tanto Netflix como Walt Disney utilizan tecnología para contar historias, ¿por qué la primera cotiza a 88 veces sus beneficios y la segunda a tan solo 15 veces? Esta situación supone un reto para los inversores: ¿cómo deberían reaccionar ante esta cambiante taxonomía sectorial?
En este sentido, Rajan ya descató los resultados del informe Future 2024, en el que se les preguntó a los inversores cómo están protegiendo sus activos de los cambios futuros: En vez de buscar nuevas metodologías para comprender los difusos límites sectoriales, la gente con la que hablé está siendo bastante pragmática. Han analizado los riesgos idiosincrásicos de todos los activos que gestionan activamente para asegurarse de que, ante todo, sean seleccionados por su valor intrínseco –las ventajas competitivas o moats, en palabras de Warren Buffet– y presenten un gran poder de fijación de precios, una sólida posición de mercado, buenas marcas y elevados flujos de caja libre.
Volver a lo básico se ha convertido en el nuevo mantra: “Conozca lo que compra y compre lo que conoce”.
Tribuna de George Saffaye, estratega de inversión global en Mellon, parte de BNY Mellon Investment Management.