La frase “inversiones de largo plazo” suele usarse con frecuencia, pero son pocas las ocasiones en que se usa para indicar algo más que un período de tiempo. Largo plazo tiene también otra connotación: inversiones bien diseñadas y ejecutadas, con consecuencias positivas que pueden tener efectos multiplicadores más allá de la ganancia financiera.
Eso explica el surgimiento de tendencias como “inversión responsable”, “finanzas sustentables”, “criterios ESG” e “inversión de impacto”, enfoques con diferencias sutiles que buscan asegurar ese “largo plazo”.
Las inversiones tienen impactos positivos, negativos y neutros en múltiples ámbitos. En un principio, se hablaba de discriminación negativa o discriminación positiva: se excluían o incluían en las carteras de inversión aquellas empresas que no cumplían los requisitos específicos del inversionista, tales como, fabricantes de armas, ya que estaban financiando guerras, o tabacaleras, problemas de salud futuros, y se incluían empresas que ofrecieran un producto o servicio “bueno”.
En la última década, además de las listas de exclusión e inclusión que vemos en bancos de desarrollo y de algunas instituciones financieras, ha cobrado relevancia medir los impactos que generan las inversiones para evaluar de manera más crítica cómo afectan a la sociedad y su entorno. Se han abierto nuevos mercados, sectores y oportunidades de inversión, asegurando retornos financieros en el largo plazo y generando, al menos, un efecto neutral en el impacto social y ambiental. En este contexto, aparecen los criterios ESG, por su sigla en inglés de environmental, social and governance. Estos son estándares operacionales que consideran el desempeño de una empresa desde el punto de vista social, con sus empleados, clientes, comunidades, ambiental y la forma en que gestiona sus controles internos y cautela los derechos de los accionistas, estándares de gobernanza. Surge también el concepto de inversión de impacto, cuyo producto, servicio o proceso intenta resolver alguna problemática social o ambiental específica, sin dejar de buscar retornos financieros de mercado.
Estas tendencias plantean una serie de desafíos y el principal de ellos, es seguir creando conciencia para entender que todas las decisiones empresariales tienen consecuencias a largo plazo.
En el mundo, inversionistas institucionales y familias empresarias están avanzando en esa dirección. En el caso de estas últimas, vemos que la segunda o tercera generación ha comenzado a tomar el liderazgo en sus negocios familiares e imprimiéndoles este sello. Ese es el primer paso.
En paralelo, durante los últimos años la industria de inversión de impacto se ha desarrollado a tal nivel, que se espera que para el 2020 movilice 400.000 millones de dólares a nivel global. Chile no está ajeno a este escenario: datos de ACAFI y la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC) muestran que los activos que administra la inversión de impacto local superan 138,2 millones de dólares. Además, durante los próximos seis meses nuestro país será sede de hitos relevantes para las finanzas sostenibles: ESG The ImPact Summit, el GSG Summit y COP 25, la mayor cumbre ambiental en el mundo.
La sociedad y el medioambiente, sufren de la falta de visión de largo plazo y es necesario crear modelos de negocio que incorporen el impacto como eje central en la toma de decisiones. Más información y conocimiento de estos temas permitirán ampliar la forma en que invertimos y tomar acciones concretas que vayan en esta dirección. Los recursos están, ahora hay que continuar desarrollando las herramientas para invertirlos.
Nota: The ImPact es una red global de familias comprometidas con la inversión que crea beneficios sociales y ambientales. La misión de The ImPact es ayudar a las familias a hacer más inversiones de impacto de manera más efectiva. Esta fue fundada por Justin Rockefeller y en Chile el fundador es Horacio Pavez