Amigas y amigos: esta vez no les escribo por temas financieros, sino para compartirles mi cuento de navidad de este año.
Esa Navidad sería diferente a las demás. Ya su rostro dibujaría una sonrisa, una de esas que no se borran aún ni en el más profundo de los sueños. Quizá era eso, solo un sueño. No, claro que no era un sueño, era verdad, debía ser verdad, una de aquellas que cambia la vida, que cambia la existencia, de las que se espera por largo tiempo, a veces, incluso, perdiendo algo de la fe en que llegue a suceder; pero en el fondo, muy en el fondo, de las que siempre se guarda una pequeña esperanza de que pasará, por alguna fuerza (de las desconocidas aunque deliciosas fuerzas) del destino.
Y esa Navidad sería diferente, porque por vez primera, una Navidad no lo llenaba de desasosiego. No es que fuera lo que la gente llama un “grinch”; no, de ninguna manera, sus motivos tenía para que no le gustara la Navidad. No recordaba exactamente lo ocurrido ni los detalles precisos de aquella noche, pero en su mente, por esta época, siempre venían las imágenes cuando, luego de las risas que despiertan las doce campanadas que anuncian el arribo del 25 de diciembre, de la natilla, los buñuelos y los regalos que traía el Niño Dios —porque en aquel tiempo no los traía ni Papá Noel ni Santa Claus ni San Nicolás—, la tragedia tocó a su puerta: recuerda unas luces que enceguecieron sus ojos, recuerda el grito de su madre, pero sobre todo, recuerda a su padre —el que veía desde donde estaba sentado— moviendo el timón con un gesto de desesperación, tratando de evitar las luces que venían de frente a ellos.
Solo él se salvó en aquel accidente. Los noticieros reportaron que un conductor ebrio, que iba con exceso de velocidad, embistió de frente a un carro con una familia y que el pequeño hijo de la pareja había sido el único sobreviviente de esa tragedia. Reportaron, también, a las autoridades anunciando todo el peso de la ley para el borracho. Y reportaron finalmente, días después, que el niño había entrado en tratamiento para superar el trauma. Y lentamente, la noticia se fue perdiendo, hasta que desapareció por completo.
Eso no importaba, porque desde aquel momento, lo único que realmente permaneció en el tiempo fueron las pesadillas que suscitaba el recuerdo de aquel diciembre, que aparecían como almas en pena, cada noche de Navidad. Eran esas pesadillas que no lo dejaban dormir apenas la ciudad se vestía de verde y rojo, cada vez que aparecían en las vitrinas de los comercios los adornos en forma de copos de hielo o de hombres de nieve, cada vez que las pequeñas luces blancas empezaban a alumbrar las ventanas de las casas. Eran las pesadillas que lo llevaban a acostarse de lado en la cama, con las rodillas pegadas al pecho y las manos tapando sus orejas, queriendo evitarlas, queriendo callarlas, que no se repitieran en su cabeza una y otra vez. Pero eran las pesadillas que siempre volvían y que no se iban, por más que lo intentara.
Pero él tenía un secreto —como todos tenemos secretos—muy bien guardado: a pesar de no querer la Navidad, de manera oculta siempre había pedido, diciembre tras diciembre, que su alma se llenara de una nueva ilusión. Lo pedía con sus gritos internos, con su fuerza extrema, deseando que algo cambiara su destino. En el fondo no era muy diferente a cualquier otra persona, que en esta época se aferra a sus más profundos anhelos, pensando que esta temporada dará una ‘mano extra’ para que los mismos se cumplan. Aunque muchas veces perdió algo de la esperanza de que llegara a suceder —momento en el cual sus pesadillas se juntaban con la falta de fe, convirtiendo sus eneros en grises momentos de depresión—, seguía firme, año tras año, pidiendo esa ilusión para su alma.
La Navidad anterior, una estrella fugaz había aparecido en el horizonte, y él, tan dado a rehuir de las cosas más banales de la época, cerró sus ojos y con todo su ser volvió a pedir su deseo más profundo. Igual, nada se perdía intentándolo una vez más; nada se perdía con otro enero en el que las lágrimas de rabia y desazón corrieran por sus mejillas.
La mayoría diría que era una mujer común y corriente; muchos, incluso, dirían que no le encontraban gracia alguna. Para él, sin embargo, constituía el ser más hermoso que existía sobre la tierra. Ella era las flores de colores que se sobreponían a sus grises pesadillas. Era la risa de sus tristes eneros. Era el nuevo comienzo a sus años perdidos. Era el sueño de sus noches en vela. Era la prueba irrefutable de que un deseo pedido a una estrella fugaz la madrugada del 25 de diciembre, se cumple. Pero era, sobre todo, el significado que le faltaba a su Navidad.