En 1977, uno de los artífices de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), el ministro venezolano del Petróleo Juan Pedro Pérez-Alfonzo dijo: “En veinte, en treinta años, el petróleo nos traerá la ruina. El petróleo es el excremento del Diablo”. Pérez-Alfonzo incluso escribió un libro con ese título: ‘El excremento del Diablo’. El ataque al petróleo no Pérez-Alfonzo solo estaba justificado en parte por los hechos.
Es cierto que muchos países se han empobrecido a pesar de -o gracias a- sus reservas petroleras. Pero también lo es que Noruega no es un país pobre. Como siempre con los recursos naturales, todo depende de cómo se usen.
Ahora, México ha decidido abrir al sector privado y a la competencia internacional su sector petrolero. Lo cierto es que le hace falta. La producción de crudo de ese país ha caído de 3,5 millones de barriles por día a 2,5 en apenas ocho años. Esa cifra podría insinuar que las reservas petroleras mexicanas se están agotando. Pero no es así.
La Cuenca Eagle Ford, en el sureste de Texas, produce un millón de barriles de petróleo diarios, es decir, tanto como todo lo que bombeaba ese Estado en 2005.
Si uno viaja al sur de San Antonio, sobre la Eagle Ford, verá en todas partes pozos de petróleo que están bombeando crudo empleando la técnica de la fracturación hidráulica (el controvertido ‘fracking’). Pero, en cuento se cruza la frontera, la Eagle Ford pasa a denominarse Cuenca de Burgos. Allí, Pemex solo perforó el primer pozo hace apenas unos meses. Hay más ejemplos sangrantes.
En 2012, 70 empresas privadas perforaron 134 pozos ‘superprofundos’ (‘deepwater’, es decir, a profundidades de más de 300 metros bajo el nivel del mar) en el lado estadounidense del Golfo de México. En la parte mexicana, Pemex solo ‘pinchó’-como se dice en el argot de la industria- siete. De hecho, según el US Geological Survey, la parte mexicana del Golfo de México es la región de petróleo ‘en aguas profundas’ menos explorada del mundo después del Océano Glacial Ártico.
Si suena a mal chiste, hay que decir que, desgraciadamente, no lo es. El problema de Pemex no es solo que no bombee crudo. También es que no lo refina. Por si no fuera suficiente el hecho de que las seis refinerías mexicanas sean antiguas e ineficientes, tampoco son capaces de procesar el petróleo de mejor calidad que se extrae en el país. Así que éste debe ser enviado a los vecinos Estados Unidos, de donde luego es importado. Es una política que también sigue Venezuela, y que representa, simplemente, un desperdicio.
Y Pemex sigue empeñada en repetir el error: solo una sexta parte de su inversión va a refinerías. Ahora, la reforma aprobada el miércoles puede cambiar todo eso. Pero, pese al optimismo con que ha sido recibida, el éxito dista de estar garantizado.
En primer término, es probable que la lluvia de dólares en el sector que algunos esperan no se produzca. Más bien, habrá un progresivo ‘goteo’ de empresas medianas y pequeñas de Estados Unidos que se dediquen a emplear ‘fracking’ para sacar crudo. Las llamadas ‘supermajors’-las estadounidenses Exxon y Chevron; la holandesa Shell; la británica BP; y la francesa Total-solo entrarán, presumiblemente, en proyectos de ‘aguas profundas’ una vez que tengan claro el marco regulatorio y legal. Y, con Texas y Louisiana tan cerca, no parece que ningún inversor vaya a querer construir refinerías en México.
Queda, finalmente, la gran cuestión: la corrupción. La reforma hace de Pemex una empresa muy moderna. Peter Schechter, del think tank de Washington Atlantic Concil, cree que su gestión será cercana en eficiencia a la de la noruega Statoil, el modelo de las petroleras estatales en todo el mundo.
Además, un fondo soberano, gestionado por el banco central, usará parte de los ingresos del petróleo para invertir en el futuro de México. De nuevo, ésas son medidas espectaculares.
Pero el problema está en que se lleven a cabo de forma correcta y sin corrupción. De lo contrario, ésta puede ser una gran oportunidad perdida.