Hace aproximadamente diez años, la mayoría de los gobiernos occidentales asumió la deuda de sus bancos nacionales en un intento por salvarlos de las nefastas consecuencias de la Gran Recesión. Con esta pesada carga sobre los hombros, los gobiernos dejaron en manos de sus bancos centrales la tarea de encarrilar de nuevo la economía.
Estos últimos hicieron lo que mejor saben hacer: inyectar liquidez en el sistema financiero en aras de, al menos, evitar el colapso absoluto del mismo y la entrada en barrena de la economía. Sin embargo, los bancos centrales también esperaban algo más: que la nueva liquidez que inundaba los mercados impulsara los precios de los activos financieros —desde la deuda pública a la renta variable, pasando por los bonos corporativos y los activos inmobiliarios— de cara a generar un «efecto riqueza». Se trata de un concepto con el que los economistas están muy familiarizados y que se cimienta sobre la teoría de que la revalorización de los activos de las personas impulsa la confianza de los consumidores y su predisposición a comprar, reavivando así la demanda en la economía.
No obstante, este efecto riqueza ha arrojado resultados dispares durante los últimos años. Su influencia en Europa resultó nimia, debido a un subempleo generalizado y a la reducida proporción de ahorros que los europeos destinan a la inversión en renta variable. En Estados Unidos, donde las personas invierten mucho más en activos financieros, el aumento de los precios de las acciones contribuyó considerablemente a una recuperación del consumo.
Con todo, en ambos casos, el efecto riqueza dio lugar a una brecha —que no tardó en ampliarse hasta convertirse en un profundo abismo— entre los afortunados titulares de activos financieros y los trabajadores asalariados que carecían de ellos, que vieron como sus rentas se estancaban como resultado de un crecimiento económico anémico y de unas restrictivas políticas presupuestarias.
La heterogeneidad de los resultados no solo generó un creciente descontento entre los estratos sociales más perjudicados por las políticas monetarias adoptadas en respuesta a la Gran Recesión, sino que también desacreditó a los gobiernos sucesivos, que se mostraron incapaces de aportar soluciones presupuestarias a los problemas en cuestión debido a la falta de margen de maniobra suficiente para implementar sus políticas.
Hoy, diez años después, las principales consecuencias políticas de esta disonancia resultan evidentes. En las principales democracias occidentales, hemos asistido al surgimiento de plataformas alternativas de corte radical y populista que han cosechado importantes éxitos electorales, en función del nivel de frustración económica que han experimentado los segmentos de la población que menores rentas perciben.
Si bien esta tendencia se puede atribuir principalmente a factores concretos sociológicos e incluso claramente políticos, resulta casi inevitable pensar que la elección de Donald Trump, el referéndum que se saldó con el voto a favor del brexit y la llegada al poder de Matteo Salvini en Italia se deben, en gran parte, a los efectos colaterales de la decisión de hacer frente a la Gran Recesión con una combinación de inflación del precio de los activos financieros y austeridad presupuestaria. Asimismo, cabe recordar que incluso Emmanuel Macron se alzó con la victoria en Francia con la promesa de romper con la «política económica tradicional» (por mucho que fuera un candidato reformista).
A medida que 2018 toca a su fin, los inversores tienen sobrados motivos para preocuparse, habida cuenta de que las políticas monetarias con las que tan buenos resultados han obtenido se encuentran en fase de normalización en todo el mundo. Para colmo, el crecimiento económico sigue dando muestras de inestabilidad y la hoja de ruta de las políticas económicas resulta incierta. Un análisis general de la coyuntura nos permite afirmar que nos hallamos inmersos en una triple colisión entre los ciclos monetario, macroeconómico y político.
El generoso programa de gasto público de Trump podría haber alimentado la ilusión de que la política presupuestaria puede solucionar nuestros problemas. Además, a pesar de financiarse mediante deuda (el déficit presupuestario del país se encuentra en vías de representar un 6 % del PIB este año), su política presupuestaria solo ha logrado, en parte, generar su propio antídoto, esto es, provocar un aumento de los tipos de interés.
No obstante, incluso a pesar del estatus privilegiado que ostenta EE. UU. en los mercados financieros, solo es cuestión de tiempo que esos mismos efectos colaterales se materialicen también en su propio territorio. La excesiva carga de la deuda a nivel mundial nos condena a seguir creciendo ad eternum —un objetivo inalcanzable—, dado que esta intensificará las ralentizaciones económicas y amenaza con convertir cualquier recesión en un colapso devastador.
Llegados a este punto, cabe destacar que la economía estadounidense ya ha empezado a ralentizarse, y cuesta imaginar de qué forma podrían Italia y Francia liberarse de los grilletes que representan sus niveles de endeudamiento. Por tanto, el primer riesgo al que se enfrentan los inversores en 2019 es la continuación de la deflación de los precios de los activos financieros. Sin embargo, esa deflación también podría tener efectos cruentos en la economía real al provocar la reversión del efecto riqueza: unos precios de activos inferiores lastrarían aún más la confianza de los consumidores en un momento en que los responsables políticos carecen del margen de maniobra necesario para adoptar programas de estímulo adecuados. ¿Acudirán una vez más al rescate los bancos centrales?