Desde hacía meses se venía advirtiendo del tsunami que iba a implicar la entrada en vigor de la directiva sobre Mercados de Instrumentos Financieros (MIFID II) en el ámbito de la distribución de fondos. Pero como muchas veces ocurre, al final las cosas no son tan graves como parecen. Muchos recordarán el cambio de siglo y el temido “efecto 2000”, que muchos vaticinaban que traería el caos informático y, poco menos, que el mundo se paralizaría. Y no fue así. Al igual que entonces, 2018 nos traído de la mano la nueva regulación MIFID II y por el momento también el planeta continúa girando.
Es cierto también que “independientes” y “dependientes”, bancos y clientes, entidades de asesoramiento e inversores, siguen buscando terreno firme por el que pisar y evaluando las implicaciones que estos cambios tendrán para ellos.
Por empezar por el principio, recordemos que uno de las principales novedades que ha traído MIFID II es una distinción de los conceptos de “venta de un fondo de inversión” y “asesoramiento en la venta de un fondo de inversión”. Hasta ahora, poco importaba esta distinción para el que vendía y mucho podía suponer para el compraba, en distintos aspectos.
Hasta ahora, las entidades conseguían sus ingresos por venta de fondos por dos vías: por un lado, de las retrocesiones de comisiones que recibían de las gestoras de los fondos y, por otro, del cobro del asesoramiento al cliente final. Y una de las principales suspicacias que esto último levantaba siempre es si el asesor era realmente objetivo a la hora de buscar el mejor asesoramiento para sus clientes o si, en algún caso, podía sentirse tentado a escoger aquellos productos con mayor margen para él.
La situación actual cambia radicalmente; las entidades tendrán que elegir si quieren vender simplemente fondos a sus clientes (y seguir cobrando retrocesiones) o llevar a cabo un asesoramiento (en cuyo caso solo les estará permitido cobrar al cliente por sus servicios y no de las gestoras de fondos).
A priori esto debería traducirse en ventajas para el cliente, que disfrutará de unos menores costes y una mayor preocupación por parte de su asesor a la hora de recomendarle los mejores productos
No es este el único cambio de MIFID introduce. Se exige al asesor una total transparencia a la hora de comunicar las comisiones que el cliente paga, los requerimientos de información que las entidades asumen son también mayores y las personas que venden productos financieros (asesoren o no) deberán cumplir con unos estándares de formación y capacitación que antes no se requerían.
Sobre el papel, todo parecen ventajas, pero parece claro que todos estos cambios inciden directamente en los ingresos para las entidades financieras y de asesoramiento. Y aquí llega la pregunta…¿esto quién lo paga?
En este contexto, las entidades pueden plantearse que solo es viable económicamente prestar asesoramiento independiente a aquellos patrimonios más altos. Hay estudios que ya fijan la frontera en un patrimonio de 300.000 €, lo que dejaría fuera a numerosos inversores que no tienen la fortuna de llegar a esas cifras.
Pero es que, además, con lo anterior ya estamos dando por sentado algo que no está ni mucho menos tan claro, y es que el cliente quiera realmente pagar por dicho asesoramiento. No nos engañemos: España no es un país acostumbrado a pagar, y menos por un asesoramiento (de más o de menos calidad) al que hasta ahora accedía de un modo gratuito.
A esta falta de costumbre se unen asimismo otros factores que no debemos pasar por alto. El cliente español es conservador por naturaleza, por lo que en el contexto actual de bajísimos tipos de interés, pierde gran parte de su sentido pagar por que nos asesoren para comprar productos que a buen seguro no será siquiera capaces de batir a la inflación.
Es posible que el inversor español haya sido hasta el momento reticente a pagar por el asesoramiento porque ha considerado que este no le aportaba mucho valor. Habrá que ver si esto cambia con la mayor cualificación y la mayor independencia que la normativa ha luchado por introducir en el ADN de la comercialización de fondos de inversión.
Lo que está claro es que los costes serán una variable esencial en la ecuación de la viabilidad del negocio. Será clave para algunas entidades pequeñas, que ven ahora cómo una de sus vías de ingresos desaparece y se encuentran a merced de los ingresos percibidos de los clientes. Si estos no son suficientes, muchas de estas entidades estarán llamadas a desaparecer, independientemente de la calidad de su nivel de servicio.
Pero también será clave para algunos inversores más modestos, que al no llegar a los mínimos requeridos verán cómo el acceso al asesoramiento queda fuera de su alcance
Como dice el refranero “El hambre agudiza el ingenio” y muchas entidades se han puesto manos a la obra para buscar una solución intermedia: que no sea muy cara y que dé cobertura a ese inversor medio que se había quedado en tierra de nadie. Los “gestores automatizados” (o roboadvisors, como ya nos estamos acostumbrados a llamarlos) ofrecen un asesoramiento con mínima intervención humana, a partir de algoritmos que elaboran carteras estandarizadas para distintos niveles de riesgo de los clientes. Al no existir un asesor físico para cada grupo de clientes, los roboadvisors permiten asumir un número de clientes infinitamente mayor con unos costes también mucho más reducidos.
Y ahora que tenemos ya todas las piezas del puzle, solo queda por ver si todas encajan en su sitio. Y si no nos sobra o nos falta ninguna.