Actualmente, los temas relacionados con el cambio climático se consideran, de manera casi universal, de crucial importancia y el rol que desempeñan las finanzas sostenibles es fundamental para canalizar los recursos disponibles hacia la mejora de las condiciones en el planeta.
Además del rendimiento financiero del capital invertido, las herramientas de financiación sostenible, como los bonos verdes, pueden generar también externalidades positivas en beneficio del medio ambiente y de la sociedad. Los bonos verdes son instrumentos de deuda cuya inversión se destina exclusivamente a financiar o refinanciar, total o parcialmente, proyectos nuevos o existentes que tengan un impacto positivo en el medio ambiente. Un mercado que ya en 2021 creció hasta alcanzar los 530.000 millones de dólares en emisiones equivalentes.
En 2022, las previsiones de los analistas apuntan a un crecimiento de entre 800.000 y 900.000 millones de dólares, lo que supone un aumento de alrededor del 60% respecto a 2021 (Climate Bonds Initiative, Bloomberg, elaboraciones de Eurizon – diciembre de 2021). Los factores que han impulsado el crecimiento se sitúan en el lado de la demanda –cada vez más actores de la industria de gestión de activos adoptan estrategias ASG/ISR para invertir en renta fija-, así como en el incremento de las inversiones por parte de emisores privados, gobiernos y organismos supranacionales, para la transición hacia una economía Net Zero.
2021 fue también el año de la COP26, cuyo logro más significativo fue un enfoque más estricto de las políticas climáticas: por primera vez, el objetivo fijado es el de contener el aumento de la temperatura global dentro de los 1,5°C por encima del nivel preindustrial, un objetivo más ambicioso que el establecido en el Acuerdo de París (2°C).
En este sentido, la creación de estándares compartidos y la elaboración de una taxonomía común para la clasificación de proyectos, son dos pasos esenciales para apoyar el crecimiento del mercado de bonos verdes. En la Unión Europea, la taxonomía ya ha pasado a formar parte del Derecho comunitario mediante la adopción de un reglamento específico (2020/852), que entró en vigor en julio de 2020 y que establece seis objetivos muy ambiciosos: la mitigación y adaptación al cambio climático, el uso sostenible y la protección de los recursos hídricos y marinos, la transición a una economía circular, la reducción y reutilización de los residuos, la prevención y el control de la contaminación, y la protección y restauración de la biodiversidad y de los ecosistemas.
Asimismo, el papel que desempeñen los bancos centrales también será importante: el Banco de Inglaterra (BoE) fue el primero en adoptar un nuevo enfoque de compra de activos orientado a la financiación sostenible (Greening our Corporate Purchase Scheme). El BoE ha fijado abiertamente el objetivo de reducir la intensidad de carbono de su cartera de bonos en un 25% para 2025, con vistas a la plena alineación con el objetivo de alcanzar las emisiones netas cero para 2050. Además, en el marco del Fondo de Recuperación Next Generation de la UE, la Comisión Europea emitirá 225.000 millones de euros en bonos verdes.
Sobre el futuro y los tiempos que orientarán los procesos normativos y la propia evolución de la taxonomía, a finales de 2023 la elegibilidad de la misma y la alineación de los activos tendrán que ser comunicados por los operadores financieros, incluidos las gestoras de activos y los bancos. La aplicación real de la taxonomía será un proceso gradual en los próximos años con el objetivo de permitir a los operadores financieros dotarse de las herramientas necesarias para su plena adopción. La Directiva sobre información no financiera (NFRD) exige a las instituciones financieras y no financieras que revelen el porcentaje de sus actividades elegibles para la taxonomía antes de finales de 2022, en lo que respecta, sin embargo, sólo a los dos primeros requisitos, es decir, la mitigación y la adaptación al cambio climático.
Además, a finales de 2023, los bancos tendrán que divulgar su Ratio de Activos Verdes (GAR, por sus siglas en inglés, activos que financian actividades aptas para la taxonomía de la UE en la cartera bancaria total, excluyendo el componente de bonos del Estado) exigido y supervisado por la ABE, y los gestores de activos su Ratio de Inversión Verde (RGI). A partir de 2024, las empresas financieras tendrán que certificar su adecuación a la taxonomía.
Tribuna elaborada por Federica Calvetti, head of ESG and Strategic Activism en Eurizon.